El tiempo de Cuaresma es un período en el que nos disponemos para vivir con intensidad el Misterio Pascual de nuestro Señor Jesucristo, teniendo en cuenta que el fin de todo es la recepción del Espíritu Santo como fruto de este Misterio. Es decir, la Cuaresma ya apunta a Pentecostés. La Iglesia nos ofrece las armas necesarias para bien disponernos; la oración, la limosna y el ayuno. Las primeras dos armas nos resultan bastante familiares. Los cristianos somos hombres y mujeres de oración y caridad, es nuestro distintivo. Sin embargo, el ayuno, la abstinencia y la penitencia, son realidades que parecen haber pasado de moda. Para los hombres de este mundo son tareas absurdas. Pienso que es necesario iluminar el sentido profundo de estas realidades a las que la Iglesia nos invita con especial interés en este tiempo de Cuaresma.

Lo primero que hay que tener en cuenta es que en realidad no se trata tanto de que “ofrezcamos” cosas y sufrimientos a Dios, pues en definitiva Él no necesita nada de nosotros. Sino que más bien es Jesús, quien por medio de las prácticas cuaresmales, nos ofrece unirnos a su Pasión y Muerte en cruz. Nosotros propiamente lo recibimos todo de Él, y si ofrecemos algo es porque Él nos ofrece el poder ofrecer. Es Jesús quien nos da la posibilidad de ofrecernos con Él, de unirnos a su sacrificio, y esto es una Gracia. Por eso, estos signos son siempre ayudas que han de ser discernidas a la luz del Espíritu Santo. ¿Qué me ofrece el Señor para unirme a su cruz? Participar en su Misterio es siempre don suyo y solo tiene sentido si somos movidos por su Espíritu, por el amor.

En segundo lugar, las prácticas cuaresmales tienen por finalidad conocer el amor que Dios nos tiene y crecer en este amor. Jesucristo ha querido revelarnos el amor de Dios por medio de la cruz. Escogió el lenguaje del sufrimiento libremente abrazado por amor. No es cualquier sufrimiento, si no el que se elige libremente por alguien a quien se ama con locura. No hay una forma más perfecta para mostrar cuánto se ama a una persona que estando dispuesto a padecer por ella cualquier cosa, incluyendo la muerte. Hacemos penitencia para conocer el lenguaje con que Jesús nos ha revelado el amor del Padre. El ayuno y la abstinencia vienen a ser un pequeño signo por el cual caemos en la cuenta de cuánto nos ama Jesucristo, de cuánto quiso padecer por nosotros. Él se encarnó libremente, sin necesidad, quiso sufrir por amor. Nosotros, también libremente, decidimos padecer un poco con él, para crecer en el amor a Dios y al prójimo.

De hecho, mediante las prácticas cuaresmales nos solidarizarnos con los que sufren. Cuando hacemos penitencia caemos en la cuenta que hay mucha gente que no tienen que comer ni beber. Esto es lo que Cristo ha querido hacer con nosotros, se ha hecho uno con nosotros y ha querido libremente, compartir nuestros sufrimientos y dolores.

Alrededor de todo el mundo hay muchos hermanos pasando necesidad. Quizá, como no están cerca de nosotros corremos el riesgo de ser indiferentes a esta realidad. Pero peor aún es que a veces somos muy descuidados con tantos hermanos que sufren muy cerca de nosotros. Nos acostumbramos a ver al vagabundo de la esquina y pasamos por su lado sin compadecernos ni ver a Cristo crucificado en él. La penitencia nos hace más sensibles con los que sufren, no solo con los que están lejos, sino también, y especialísimamente, con los más cercanos. Elegimos libremente compartir los sufrimientos de la humanidad por medio de la abstinencia y el ayuno, de esta forma crecemos en el amor al prójimo, teniendo en cuenta que el amor es lo único verdaderamente eficaz.

Creciendo en el amor recibimos el perdón de nuestros pecados. Precisamente por eso la liturgia insiste en el perdón de los pecados por medio de las prácticas cuaresmales. Se trata de confiar en la Iglesia que nos invita y propone estas prácticas como remedios para nuestros pecados. A la luz de la fe las prácticas cuaresmales son deseables, pues por medio de ellas nos unimos al sacrificio de Cristo y así vamos recibiendo progresivamente la salvación que de la cruz procede.

La cruz es el único camino para la vida eterna. Participando de su cruz somos glorificados, pues por ella somos hechos fecundos, ya que “si el grano de trigo no cae en tierra y muere no da frutos”.

P. Eric Javier Bosques
Para El Visitante

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