Es el subtítulo de la serie Borgen de Netflix. Adecuado, pues la historia versa sobre una danesa primera ministra y otra como Secretaria de Estado y sus luchas ante el Parlamento por llevar adelante sus visiones políticas. Reflejo, sin duda, de lo que va sucediendo en nuestra sociedad del siglo XXI. Las mujeres cobran cada vez más un lugar protagonista en la organización política de la sociedad. Y parece que la gestionen mejor que los varones. Como si se inaugurase un mundo de Amazonas.  Es la Cacica Luisa entre nuestros antiguos taínos.

Lo vemos como un paso de avance en el mandato del Creador para dominar y utilizar el hermoso jardín creado por él. Se va superando, así, la mirada patriarcal de nuestra sociedad cristiana de occidente, y peor la musulmana, sobre la mujer. El machismo que la reducía a parir y criar hijos como auxiliar del varón, según lee Génesis. En este punto, como en otros, hay que entender la progresividad del mensaje bíblico. Es vino nuevo que se ha de vaciar en odres nuevos. No aceptamos el triste axioma español de que “la mujer debe como ser como la escopeta; en la esquina y cargada”. Sin duda que estar embarazada es función muy única de ellas, pero no la única.

Esto conlleva una nueva visión de la mujer en la vida familiar. Si decimos que, en el matrimonio, 1+1=1, dos seres distintos son llamados a ser “una nueva carne”, la función de la mujer dentro de la vida doméstica cobra una nueva visión. Ya desde los escritos de San Juan Pablo II se enseñaba. El mando del hogar no es como el de un cuartel: el sargento grita y el soldado escucha… El hogar funciona como un continuo acuerdo mutuo, y a veces el acuerdo puede resultar en que la mujer, dadas sus particulares habilidades, tenga lugar protagónico en actividades que antes no lo eran. Y el varón no tiene por qué sentirse menos. Las nuevas generaciones así lo van entendiendo. El genio femenino, al que alude a veces el Papa Francisco, posee una fuerza única y propia, y así se le ha de reconocer.  Piensa uno en mujeres exitosas en la política como Indira Gandhi, Angela Merkel, o la misma Thatcher en Inglaterra. 

La revolución francesa proclamaba tres ideales que nunca logró en totalidad: libertad, igualdad, fraternidad. Y no logró ninguno porque no basó todo en la fraternidad. La encíclica “hermanos todos” del Papa, así lo enseña. Un amigo mío, en un momento en que se quedó desempleado, asumió las labores de Mr. Mom con su hijo recién nacido, mientras la esposa laboraba fuera. Es fraternidad que llega al summum en la relación matrimonial al vivir ambos como una sola carne.

Y ese es el punto: en el matrimonio esa fraternidad es superior, porque se fundamenta en el amor conyugal. La frase ‘por amor’, si en algún lugar aplica, es en los que decidieron construir un hogar. Y, para esto, ponen en juego todas sus habilidades: algunas por su sexo particular, otras por sus habilidades. Y como no podemos decir que hay tareas congénitas de un sexo, sino del que tiene el tiempo y la habilidad para realizarlas, llega la hora de emprender la mujer tareas tipificadas como de varón. El matrimonio no es lucha por el dominio, como los políticos en guerra. Es aporte supremo de lo que tengo y logro para una suma total: plenitud humana. No es cuestión de que uno de los dos se sienta menos. Es que cada uno aporte lo máximo de lo que posee como regalo del Creador. En ese aporte mutuo no cabe todo eso que destruye la fraternidad: la competencia, la envidia, el menosprecio, la poca autoestima. Pero eso ocurre no porque la mujer ejercite lo que antes no se le permitía. Ocurre no por la obra de Dios en cada uno, sino por rechazar la voluntad divina. Hay que estar abiertos: el futuro es femenino.  

P. Jorge Ambert Rivera, SJ

Para El Visitante

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