El comportamiento del ser humano es tan variado como las estrellas del cielo. Cada quien, con su libre albedrío, abraza la vida y responde a sus necesidades como le place. Así manifiesta su grandeza y su pobreza. Porque ese ser se muestra indomable la mar de las veces, se tropieza con su propia insuficiencia. De ahí, la expresión pesimista del profeta Jeremías: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?” (17, 9). Pero, ese ser también se muestra capaz de lo sublime: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva la firmeza de mi espíritu” (Salmo 51, 10).
La tensión que se desarrolla en nuestro interior es bien conocida por todos. Y me refiero a esa lucha sin tregua, entre el bien y el mal. Es la misma que el Apóstol Pablo menciona, como una queja de su fragilidad inescapable:“Porque yo sé que en mí, es decir, en mi carne, no habita nada bueno. Porque el querer está presente en mí, pero el hacer el bien, no. Pues no hago el bien que deseo, sino el mal que no quiero, eso practico. Y si lo que no quiero hacer, eso hago, ya no soy yo el que lo hace, sino el pecado que habita en mí. Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo la ley de que el mal está presente en mí. Porque en el hombre interior me deleito con la Ley de Dios, pero veo otra ley en los miembros de mi cuerpo que hace guerra contra la ley de mi mente, y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mis miembros” (Romanos 7, 18-20).
Queremos hablar del arte de dar gracias, desde lo que somos, desde esa tensión interna. La capacidad del corazón humano de expresar gratitud, va más allá de un mero sentimiento de ternura. Desde la niñez, somos como una esponja que absorbe la vida tal y como la expresan todos los que nos rodean. Linda la experiencia de escuchar el esfuerzo de una criaturita que, a instrucción de una mamá, dice “grashia” ante algún regalito recibido. Es ese entrenamiento en el hogar, en los años tiernos de la infancia, los que marcan toda una posibilidad de reconocer lo que es la deuda de la gratitud.
Dar gracias se complica un poco más, según se avanza en el proceso de todo el desarrollo personal de cada individuo. Es lo que los estudiosos del comportamiento humano llaman, el desarrollo de la personalidad. El escenario del crecer, se torna impactante y decisivo, precisamente desde las circunstancias que moldean el carácter, el temperamento y su identidad. La felicidad, hemos aprendido, emana del interior del ser. Mucho tiene que ver de cómo hemos aprendido a no sentirnos víctimas, sino protagonistas de la vida. Evitar pesimismos y posturas negativas ante lo doloroso de la vida, es la base para desarrollar un corazón capaz de ser agradecido.
Interesante notar que de la misma manera que entrenamos el corazón para amar a manera desprendida y sacrificada, así también es que entrenamos ese mismo corazón para saber dar gracias. Pero la condición afectada por el pecado, según ya mencionamos en el ejemplo del Apóstol Pablo, no siempre nos lo permite. El encerramiento del Yo, o sea, lo que conocemos como “ensimismamiento”, se convierte en obstáculo a la gratitud. Para reconocer la bondad y generosidad del otro, de los otros, de Dios mismo, es necesaria la aceptación de la insuficiencia personal. Es lo que llamamos humildad (del latín humus que quiere decir “tierra”). Criaturas de barro al fin, tendemos a quedarnos en lo bajo (abajo) de la naturaleza caída.
Bien hemos aprendido, sin embargo, que toda la grandeza de nuestra fe, se basa precisamente en la convicción que nuestro pecado no tiene ya dominio absoluto sobre nuestra frágil condición. De nuevo San
Pablo nos dice: “¿No saben que todos nosotros, al ser bautizados en Cristo Jesús, hemos sido sumergidos en su muerte? Por este bautismo en su muerte fuimos sepultados con Cristo, y así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la Gloria del Padre, así también nosotros empezamos una vida nueva. Si la comunión en su muerte nos injertó en él, también compartiremos su resurrección. Como ustedes saben, el hombre viejo que está en nosotros ha sido crucificado con Cristo. Las fuerzas vivas del pecado han sido destruidas para que no sirvamos más al pecado”.
Ese “hombre viejo” es el que se rebela y nos empuja al mecanismo de defensa de la arrogancia. El orgullo, según la psicología, es fachada que trata de esconder nuestra inseguridad. ¡Entre más presumidos, más inseguros! Entre más frágiles, menos capaces de agradecimiento. El arte de dar gracias, se fundamenta en dos pilares indispensables de la vida: un sentido de nosotros mismos y nuestra condición limitada que nos distingue, o sea, humildad; y un sentido de deuda por la munificencia recibida, o sea un sentido de lo poco merecedores, o lo indigno que somos de los favores recibidos.
El eterno peligro y la vergüenza más deshonesta, es fingir un agradecimiento por aquello de la necesidad de seguir recibiendo beneficios. Como en la experiencia de un amor engañoso, el arte de dar gracias se torna en una burla, cuando la graciosidad es manipulación atrevida para aventajarse de la nobleza, tanto de Dios como la de los que nos rodean. Por eso, no siempre es que seamos mal agradecidos, sino que somos incapaces de reconocer la bondad gratuita de Dios y de los demás. Dar gracias es un don y un arte que engrandecen tanto al que da como al que recibe.
(Domingo Rodríguez Zambrana, S.T.)