Era el día de las calaveras y los disfraces de fantasmas de 1985 cuando en una casa se escucharon gritos reales por un bebé de apenas tres meses que enrollado en el colchón de su cuna yacía cianótico, como si el llamado “ángel de la muerte” rondase por la urbanización de aquel pueblo sureño en la tarde acalorada. Aquella imagen desesperada hubiese silenciado hasta al más irreverente de los enmascarados… Una madre y una vecina, que salió a ayudarla, subían a una ambulancia a toda prisa entre gritos de auxilio y clamores al cielo.
Entre los tumbos del camino, las sirenas, el ruido del motor acelerado y cables de los equipos, los paramédicos intentaban reanimar al infante ya azulado y flácido por la falta de oxígeno. La madre les exigía a gritos a los uniformados, mientras la vecina oraba sin parar. En un instante de extraño silencio entre tanta agitación ambas se miraron y la vecina dijo: Hay que bautizarlo. El agua fueron las lagrimas benditas que cayeron y se mezclaron con agua de suero. El rito fue lo más esencial, las palabras temblorosas: Yo… te bautizo… [nombre] en el nombre del Padre… del Hijo… y del Espíritu Santo… Los presentes cerraron sus ojos por respeto a lo alto. Por un breve instante hubo serenidad y entrega absoluta a Dios, como si esperaran que lo divino hiciera su parte.
Rápidamente llegaron a las puertas de la sala de emergencia y el doctor que aguardaba no tenía buenas noticias porque había pasado mucho tiempo y refería a un neurólogo pediátrico. Mientras, la madre no dejaba de proteger al niño y la madrina no detenía su oración. Fue entonces que el especialista llegó, revisó al infante, mandó análisis y dijo un tanto incrédulo: Este niño solo tiene hambre. Denle de comer.
Este es el relato que me recordaron una y otra vez mi madre -que Dios la tenga en Su gloria- y mi madrina del día que nací a la fe, de mi propio bautismo de emergencia, que posteriormente fue completado en la parroquia. Del ejemplo de ellas, mujeres de fe probada, aprendí que ante la adversidad la única respuesta es la oración y la acción. Y que no importa cuán grande es la prueba, la fe es mayor. Hay que recordar y dar significado a un acontecimiento de fe como el Bautismo, que es el pórtico de la vida espiritual. Por ello, busco abrazar esa fe primera hasta el día que termine mi peregrinación terrena en este tiempo de misericordia.
Enrique I. López López
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