Se percibe a clara vista un abismo entre la tercera edad y los recién estrenados de la experiencia. Poco a poco, en una abrir y cerrar de ojos, el sentido familiar y el abolengo de los años, están en déficit, en lo que se conoce como ustedes allá y nosotros acá. Los lazos de ayuda y perseverante entrega han sucumbido ante la indiferencia y despreocupación reinante.

La débil condición de los ancianos se estrella sobre la impiedad y el capricho de los nuevos retoños que tienen una mirada fija en ellos mismos. La cantaleta de “tú siempre te estás quejando” va unida a “yo estoy en lo mío” que es escudo para no dar la mano.  Así crece el grupo de los iniciados en la indiferencia que es actitud detestable.

Los que más sufren en esta pandemia son los mayores, los solos, los que un día albergaron a muchos y abrazaron la vecindad de familiares y amigos. Cumplieron con su deber y ahora pasan mil vicisitudes, afrentan comentarios que hieren. Frente a los longevos se agrupan los manipuladores, los advenedizos de ocasión, los que pasan revista sobre las pobres finanzas de los mayores y se atreven a pedirles un prestamito.

La frívola mirada y el yo soy yo quema y fomenta el aislamiento de los mayores. El egoísmo y una educación basada en el confort, la intimidad y el dinero han creado el discurso desolador. Así todo error que comete un anciano es sacado de proporción, casi a punto de que lo arrojen en la hoguera. El ya no sabe guiar, debería permanecer en la casa.

No existe una sociedad sana y robusta si los distintos componentes no se entrelazan como un todo para hacer frente a la adversidad. Cada cual por su lado es una fórmula incapaz de engendrar ciudadanos virtuosos, de temple, útiles para la convivencia humana. Lo otro constituye una afrenta, un desmoronamiento de los principios básicos, una ofensa contra el Cuarto Mandamiento.

Padres, abuelos, hijos constituyen un albergue de amor, una caricia iluminada. La familita, esa porción amorosa, no puede perder su esencia, ni su acción curativa. Una vez que los hijos y nietos se cubren los ojos para no ver, lo básico y lo necesario cae barranco abajo, se agiganta la putrefacción de las ideas enfermizas, de la visión raquítica.

Muchos ancianos están siempre dispuestos a dar la milla extra. No así los retoños que hacen planes para ellos y si sobra para sus viejos. En estos tiempos de ir y venir hacia los Estados Unidos, el qué será de papá y de mamá queda en el baúl de los recuerdos. No hay una mirada abarcadora, sino un yo separado de la realidad.

Ante la situación prevaleciente, conviene estrechar los lazos familiares y vecinales. La indiferencia colectiva es un mal y las familias una catástrofe. Las noticias nos traen detalles de esa realidad que abruma y marchita la vida. Tapar la soledad, o el dolor ajeno, con una llamada telefónica es propiciar el egoísmo, subrayar el fracaso.

La convivencia entre mayores y menores debe ser algo natural, proviene de un acto de generosidad, de misericordia que brota del corazón de Cristo.

P. Efraín Zabala

Editor

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