Ante la avanzada de teorías simplistas y poca cordura al seleccionar un amor para toda la vida, se cae en el derrotismo y en el “yo no me caso” de boca en boca. Todo lo vivido por generaciones, lo enseñado por la Iglesia como zapata firme, se estremece ante la locura que deja un saldo de desolación y muerte.  Del amor, retrato de Dios, se pasa a un campo de batalla, a esa guerrilla que se nutre del simplismo agotador.

El matrimonio conlleva una dádiva de entrega, una delicadeza de sentimientos que se atan al corazón como refugio para los días complicados.  No hay una ruta alterna que sea escapadita para oxigenar la duda o resentimiento.  El paño para enjugar las lágrimas tiene identidad propia; los dos.  Cualquier otro u otra están demás, o no ser que sea un aliado de la verdad y de la justicia.

La alegría de encontrar un amor como para ir de la mano por este mundo, es un detalle resguardado por la misericordia infinita.  Nacer, crecer y desarrollarse tiene cuna propia: el hogar.  Allí se propician los anhelos y deseos de frente a la madre, a los hermanos, a los vecinos.  La otra, el otro, tiene su noviciado, en la cortesía tierna, en esa cooperativa del servicio y el cuidado mutuo.

El privilegio de nacer en una familia, con sus altas y bajas, es formativo del trato sano y curativo.  Esos años de cercanías femeninas y masculinas son cátedra para el mañana del cupido que tarde o temprano llegará.  La atracción primera, hombre y mujer, no se da en un vacío, sino que debe arrastrar ese código de hábitos de conducta, cortesía, espiritualidad.

Dejarse llevar por las aguas de la concupiscencia y por el dinero como ídolo, es adelantar la debacle matrimonial.  No hay unión que perdure cuando ésta se agrieta con toda clase de materialismo y consumismo y los corazones palidecen por falta de cariño y comprensión.  No se vive del aire, pero tampoco de todo lo que se exhiba en las góndolas de las tiendas o en los periódicos.

Es preciso la entrega del alma y del cuerpo para no dar oportunidad a los caballos de Troya que aparecen en el momento más inoportuno.  En cada ocasión prevalece el amor exacto que arrulla, crece, fortalece.  No hay que perder la personalidad, ni fingir un estado paradisíaco, para mantener el equilibrio de felicidad y amor. Hombre y mujer están marcados por el pecado original y sanado por el bautismo, pero quedan los residuos del mal, del mundo y sus vanidades.

La pandemia ha puesto en jaque la vida matrimonial y se esparcen los afectos de esa locura que muestra su feo rostro.  Converger en el amor y en la solicitud de velar el uno por el otro, es fórmula eficaz, en salir airosos de estas circunstancias que amenazan la estabilidad emocional.

El matrimonio es para calcar una vida de equilibrios éticos, fraternales, hermosos, espirituales.  No es bueno acumular elementos explosivos, ni hacer feria de locura pasajera que queman y destruyen.  Vigilar el mal es tarea antigua y nueva y hacer del matrimonio un camino expedito es dejar una huella de amor y de hermandad.

P. Efraín Zabala

Editor

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