El tercer domingo de junio incluye una fiesta muy singular; el día de los padres. El agradecimiento se vuelca sobre el hombre, que, en referencia a San José, es custodio de la familia, ágil interprete de todo lo que sucede bajo el techo plural y enigmático. Hogar, padre y madre, hermanos, se aglomeran en el misterio de la vida, beben juntos el sabor de la alegría y la tristeza, se inmolan en el altar de los sacrificios.

      Es el padre una voz diferente, añejada por el tiempo, cultivador de pequeños milagros que se aglomeran en el pensamiento. Ver crecer a los hijos, descifrar sus penas y alegrías, conocer sus virtudes y defectos implica una continua mirada, un Dios los bendiga con acento virtuoso. Vivir juntos, tolerando el viento de las edades, es poner el corazón al borde del misterio, ampliar la tolerancia generacional. 

      Ser padre hoy conlleva una interpretación de ese rol que no es meramente aprendido, sino vivido dentro de las coordinadas de una transformación antropológica. Los derechos humanos, los valores, la tierna primavera en socorrer al otro y amarlo develan una autentica mirada de compasión, un retorno a la verdad básica; todo hombre es mi hermano. Es dentro de este contexto básico que se asientan los hogares, que se refuerza el espíritu.

      Sobre la mirada escueta de una sociedad en crisis, el padre y sus retoños deben conspirar para mantener el equilibrio del somos versus el individualismo y la pretensión de hacer del hogar un hospedaje, un come y vete. El núcleo familiar es una cooperativa en servicio, una sola discrepancia; que todavía nos falta mucho por aprender, y siempre urge dar al padre y a la madre un sitial de honor, una multiplicación de panes patrocinados por aquellos que tienen la palabra gracias a flor de piel.

      La complicidad con el mundo y sus vanidades no puede acarrear dolor y malestar para el padre que ve la vida de otra forma, que ve la vida desde una experiencia particular, que no entiende el cambio existencial que punza su alma y su corazón. Hay distancias que llegan por la edad, por la educación, por la fe. Los hijos hacen más fácil la ruta cuando exaltan lo mejor de la cosecha, cuando triunfa a pesar de las adversidades.

      Junto al Padre se arremolinan la vida dura y el atolondramiento que traen la vida loca, los vicios, las ataduras sicológicas. Él también tiene su cuota de sufrimiento que se torna enfermizo cuando los hijos lo tratan con el desprecio o con “tu, no estás en nada”, insinuador de un poderío rancio y desolador.

      Es el padre el que acompaña a sus hijos cuando éstos desafían el peligro, o se creen dueños de lo ajeno. Es en la circunstancia adversa cuando la figura del padre se hace medicinal, se convierte en milagrosa. Esos momentos de vida y muerte requieren de una mano amiga, de un desfacedor de entuertos y conflictos.

      El Padre es una guía, un acompañante que ya ha pasado por lo bueno y lo malo de la vida. Estar a su lado es vacunarse contra el mal y sus acompañantes. El día de los Padres se retorna al hogar, al lugar de donde fluyen los más sanos momentos para ver mejor, para situarse en la alegría de saborear el hogar-dulce-hogar y hacer la fiesta del amor sin tacha.

P. Efraín Zabala

Para El Visitante

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