Nos asombra en las palabras de Jesús que, siendo su misión la unidad y el amor entre los seres humanos, pronostique que la lealtad a su palabra producirá desunión y guerra en la familia. “Fuego vine a traer a la tierra”. El fuego que Jesús pronostica no es de guerra y desolación, sino del amor con que quiere encender a todos. La espada que pronostica no es la división, como sería la tarea del enemigo malo. El problema en el fondo es que, por la malicia, la terquedad humana, y la libertad misteriosa del ser humano para optar lo peor, producirá ese efecto. Es lo que, en doloroso lenguaje militar, llaman collateral damage. No es la intención, pero tristemente es el efecto que producirá en algunos.
Y ¿por qué? Cuando mis valores económicos, por ejemplo en el caso de los cerdos de Gerasa, se ven contrastados con la doctrina nueva. Cuando mi pasión o mi tozudez siente amenazas ante la conducta del bueno. Y esto se puede dar dentro de la misma familia. Tal parece que Lucas ya vivió esa división familiar entre los que aceptaron ser cristianos y los parientes que fogosamente los perseguían, como hizo Saulo. “Una familia de cinco estará dividida.”
En tiempos de mucho fanatismo religioso esa división era atroz. Hoy la practican algunos musulmanes fanáticos. Un nuevo sacerdote jesuita turco, convertido en contra de su familia, no podía regresar a trabajar en su país, pues su familia había jurado matarlo. En otros tiempos, y por mentalidades del momento, también los católicos asumimos esa actitud ante lo que para entonces era una peste social: perder la fe. Hoy, conscientes del derecho a la libertad religiosa, y el respeto a la persona humana, incluso cuando yerra, hemos avanzado algo. Pero, dada la multiplicidad de opiniones en nuestra sociedad pluralista, es más común de lo que desearíamos una familia con división de fe entre esposo y esposa. Los llamados matrimonios mixtos. O más triste, la situación del hijo criado en una familia católica a plenitud, que termina uniéndose a una secta extraña.
¿Qué hacer en esta situación? Primero y principal, la fe es un don de Dios que, como el amor, si se impone termina en tiranía. Respetar a la persona que yerra es fundamental. Si tolera diálogo, y si estoy preparado para llevarlo recalcando las razones para mi fe, así lo hago. Segundo punto y también muy importante, insistir y practicar lo que nos une y no lo que separa. Con los grupos cristianos coincidimos en más del 90 %. Los credos antiguos nos acompañan. No voy a meterme a pelear sobre el culto a María, o las imágenes, etc. Nos une la oración, la lectura bíblica, el sentirnos sanados por el sacrificio de Jesús, el amor misericordioso de Dios que siempre perdona al que lo pide…
Otro punto: si tu esposo es católico frío, no te empeñes en calentarlo. Dale el ejemplo genuino de lo que tu fe significa para ti; invítalo a acompañarte a otra misa, o una oración. Muéstrale, sobre todo, lo que esa práctica más ferviente ha significado en tu perfección como persona. Sería triste que lo que les dividiera como pareja sea Dios. No el Dios real, el de la alegría y la salvación gratuita con buena voluntad en las obras, sino la forma en que tú lo ves y lo cultivas. Recuerda que los caminos a Roma son muchos, y cada uno escoge el que más se acomoda a su proceso de vida.
Solo recuerdo un caso en que acepté el divorcio como salida a muchos problemas religiosos. El marido pertenecía a una secta de las intransigentes, en la que solo ellos se salvan, en que están empeñados en meter en el cielo de ellos a todos los suyos. Era una situación de ahogo, continuas prohibiciones, amenazas infernales, “no se come esto, ni se habla aquello”. Era una situación de locos. Y como sus posturas eran divinas y prepotentes, no parecía existir otra salida sino la ruptura.
(Padre Jorge Ambert)