El Evangelio de hoy impresiona porque nos reconcilia con el Dios de la misericordia y de la paciencia. Se nos narra la interpretación que da Jesús a unos hechos recientes de muertes violentas y desgracias, él enseña claramente que no son castigos, que Dios no entra en ese juego. Lo mismo dirá cuando le pregunten sobre el pecado del ciego de nacimiento en el Evangelio de San Juan. Que nadie juzgue al otro. Que todos nos juzguemos a nosotros mismos.
Nosotros no acabamos de convencernos de que Dios no castiga, que Dios no quiere la muerte, que todo sucede según las leyes naturales, para malos y buenos. Es casi blasfemo decir, cuando alguien muere prematuramente: «Dios lo ha querido», «Dios se lo ha llevado». Muchas veces ante las muertes imprevistas me pregunto: ¿Tanta prisa tiene Dios, con toda una eternidad por delante? ¿Le necesitaba Dios más que sus hijos o sus padres? La diferencia entre los buenos y los malos no está en que se sufra más o menos, sino en la manera de sufrirlo.
Nuestro Dios es el Dios de la paciencia. Dios no castiga, sino que espera, como el agricultor el fruto. Una paciencia infinita, un año y otro… y otro…
Conclusión: Todos tenemos necesidad de cambiar. Es lógico que yo deba rectificar si actúo mal. Ahora bien, ¿qué debo rectificar si actúo bien? Lo sorprendente del texto de hoy es que la invitación es válida en ambas hipótesis. En la primera el sentido de la invitación es obvio: dejar de actuar mal. Y esto cada uno lo sabe mejor que nadie. En la segunda hipótesis el sentido de la invitación puede ser el siguiente: seguir siendo buenos, pero de una manera diferente. Este matiz de estilo puede ser esencial que llegue a invalidar la bondad en la que nos sentimos instalados. ¡Inténtalo! El Señor te ayudará…no dudes…