Paz y guerra son dos polos que se repelen y se atraen. Las desavenencias, el afán de poder, se cuelan a simple vista, forcejean en la diplomacia más ecuánime, dan al traste con toda nobleza del corazón. Si quieres paz, prepárate para la guerra, es una escueta aseveración que cala hasta los huesos. Resulta misteriosa la pretensión de doblegar el esfuerzo colectivo de construir un mundo, mientras tras bastidores, en ofensa al Altísimo, se declara la guerra, se avivan las fuerzas del mal.
La injusticia y el mollero como detonante de la destrucción, aclaran la monstruosidad, dejan huellas de dolor. La frase homo hominis lupus adquiere dimensiones apocalípticas y se convierte en símbolo para contar los muertos y los heridos. Niños y ancianos que son los más vulnerables, son tratados como la escoria del mundo, como inútiles en un momento de ternura y de angustia.
A través de la historia, los álbumes de las catástrofes, dan cuenta de la crueldad en todos sus detalles. El horror, la destrucción, las muertes, quedan como trofeo a la maldad constituida, al desastre como herencia de todos. Ese naufragio de voluntades subraya el lado pecaminoso la ofensa más ultrajante.
Cada vez que el odio predomina sobre el amor se retorna al calvario, se reduce la vida a lo mínimo. Sin paz se tambalean los pilares de la vida, de todo aquello que sirve a equilibrio para vivir mejor. Las consecuencias van de generación en generación, la influencia en las personas pierden su justa armonía, quedan los rencores y pesares.
Las escenas televisivas sobre la guerra son relato de la barbarie, de un final que deshonra a la humanidad. Todo ese telón bélico es una oferta de poco valor humano. Las nuevas generaciones ávidas de paz y de convivencia, no patrocinan la barbarie, ni dan laos al dominio del hombre por el hombre. No hay nada noble que extraer del forcejeo de las voluntades en desquite.
Se contribuye a la paz desde la solvencia de la mente y el corazón. Esa lucidez mental de guardar en el corazón la gracia de Dios como emancipación, encierra una eterna complacencia en el amor al prójimo, con no hacer a nadie lo que no te gusta que te hagan. Cada hombre es mi hermano es una verdad estremecedora un pasaporte para caminar por esta tierra sin errar.
La monstruosidad tiene sus adeptos y sus mapas bien localizados. Para detener las masacres hay que entregar el corazón a Dios. Mientras que el pequeño vecindario se viva del acecho, de la crítica destructiva, del insulto, crecerán los abusos, la impiedad y la guerra como caos y muerte.
Son los momentos de la oración sencilla, del amor que abrasa, del sentido de una fe viva. Vivir en paz es elevar el pensamiento a Dios y extraer toda riña interior. Dios nos bendice con su paz y los cristianos echamos a volar la alegría de vivir, el gesto de perdón y reconciliación de unos con otros.