En su Primera Carta a los Corintios (15, 12ss), San Pablo escribe lo siguiente: Si anunciamos que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿Cómo es que decía alguno que los muertos no resucitan? Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado. Y si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís con vuestros pecados; y los que murieron con Cristo, se han perdido. Si nuestra esperanza en Cristo se acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados. ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos, el primero de todos. 

El misterio de la muerte resulta ser el más hondo en la vida de todo ser humano. La muerte es un misterio que queremos evadir a como dé lugar. Vayamos a las funerarias y veamos a los cadáveres embalsamados de tal manera que no parecen cadáveres, sino personas dormidas. Sin embargo, abrimos los periódicos y vemos el misterio de la muerte muy cerca de nosotros. Nos da miedo morir; por más que digamos amar a Dios, no queremos irnos con Él no por aversión hacia Él, sino porque tenemos que pasar por la puerta de la muerte.

La muerte le quita el sentido a la vida. Hace que la misma sea breve, que los gozos de la vida sean pasajeros, que no valgan la pena los grandes sacrificios de la vida, pues los mismos quedarán reducidos a la nada cuando nos topemos con la hermana muerte. Aunque vivamos 100 años, la vida se desmorona ante la tragedia de la muerte. Ante este misterio no valdría la pena ni nacer.

Pero sabemos que después de la muerte hay vida, hay un algo después de pasar el umbral de la muerte. No lo podemos imaginar, pero lo sentimos desde lo más profundo de nuestro ser, pues no hemos nacido para morir, sino para vivir. ¡Tremendo misterio! El Padre Omnipotente, en sus designios de amor eterno, envió a su Hijo a nuestro valle de lágrimas para hacernos participar de su vida divina, pues el pecado rompió todas las posibilidades de vivir con Dios según su plan original, dándole la más cordial bienvenida a la muerte. Y ese Hijo, quien –como dijo San Gregorio Nacianceno-, redimió todo lo que asumió, asumió la misma realidad de la muerte muriendo de verdad, no sufriendo un síncope o un desmayo, sino que entró dentro del abismo, dentro del lugar de los muertos. De esa forma consumó su sacrificio redentor. El Padre lo acepta plenamente, pues era el sacrificio de su Hijo divino. Bastaba una sola gota de sangre para salvar al mundo, pero el Padre, para mostrarnos su amor, envió a su Hijo a la muerte, y no a una muerte natural o una muerte por enfermedad, sino una muerte infamante y desesperante como la muerte de cruz. Desde la cruz, el Hijo se ofreció por nosotros al Padre y experimentó la tremenda realidad de la muerte sin ser Él pecador. Se entregó hasta la muerte, por lo que Dios -como dice San Pablo a los Filipenses- lo levantó sobre todo, lo resucitó como testimonio supremo de amor, de que la muerte no es el final del camino, de que Él es un Dios de vivos y no de muertos, de que la muerte fue vencida en la cruz por la vida divina. La resurrección de Cristo es la garantía de que fuimos salvados, de que el Padre aceptó la entrega cruenta de su Hijo, de que el Cielo nos fue abierto de par en par para que participáramos de la vida del Resucitado siendo sus hijos en el Hijo. Entonces la muerte terrena deja de ser un espanto o una tragedia, se convierte en la transición del prólogo al capítulo eterno de nuestra vida, prólogo que fue este valle de lágrimas y capítulo eterno que será nuestra vida por Cristo con Él y en Él. Si Cristo no resucitó, somos los hombres más desgraciados, pero como resucitó de veraz nuestro Amor y nuestra Esperanza podemos cantar un ALELUYA inmenso como el Cielo, pues en esta noche el misterio de la muerte (de nuestra muerte) quedó tajantemente vencido por la vida divina. Por la Victoria de Cristo resucitado, todos resucitamos. Por la vida del resucitado, todos resucitamos a la vida, a menos que despreciemos esa vida que es Cristo. Celebramos el día en que lo temporal entra dentro de lo eterno, en que el cielo se funde con la tierra, en que nuestra existencia tiene sentido. Hemos sufrido un huracán violento del cual nos estamos recuperando. Hemos sido llamados a pasar de la muerte a la vida, de la derrota a la victoria, del sufrimiento al gozo. Ya desde ahora hemos de ser testigos de la esperanza pascual aun en medio de nuestros “vía crucis” de cada día, nuestros sinsabores, crisis, dolores, sacrificios y lágrimas, los cuales, unidos a la pasión del Señor, se convierten en medios de salvación. La cruz sin la resurrección es necedad; el dolor de la vida cotidiana sin la resurrección del Cordero sin pecado es una verdadera desgracia, más nos valdría no haber nacido. Pero la Pascua del Cordero nos trae a todos la esperanza. La resurrección de Cristo es nuestra resurrección en Cristo. En este tiempo de Pascua, en las celebraciones litúrgicas ya estamos celebrando nuestra resurrección, se está realizando nuestra resurrección. Está en nuestras manos el acoger este regalo que Cristo nos dio por su muerte. Alegrémonos, porque si morimos con Cristo, viviremos por Cristo, quien resucitó para darnos su vida. A Él sea la Gloria por los siglos de los siglos. Amén. 

(P. Miguel A. Trinidad Fonseca)

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