Uno de mis estudiantes contaba que estando de vacaciones con sus padres, sintió hambre. Era normal, pues había pasado inadvertida la hora del almuerzo. El jovencito se lo dijo a su papá, pero como estaban de camino, no les era fácil dar con un lugar dónde comer. Así que como muchacho, comenzó a quejarse. “¡Tengo hambre, tengo hambre!” , decía en plan de protesta. Así estuvo hasta que su papá le llamó, dijo: “Cállate. Tú, no sabes lo que es tener hambre, no sabes lo que es el hambre de verdad”. Y el chico se calmó.
Una de las experiencias más universales es el hambre. Todos la hemos sentido a lo largo de la vida. Ese es un hambre relativamente fácil de saciar. Basta un bocado de cualquier cosa.
Pero hay otro tipo de hambre, a la que se refería el papá del joven. Es el hambre dura y cruel. Es ese tipo de hambre total que provoca todos los tipos de hambre humana. Se trata del hambre mortal que vemos en las noticias, de niños convertidos en huesos con la mirada perdida. De millones de personas que extienden brazos famélicos en busca de un poco de pan. Detrás están nuestros famélicos corazones, llenos de nada y vacíos de todo.
¿Qué provoca esa hambre mortal? ¿Cómo es posible que nosotros muramos de colesterol y nuestros hermanos mueran de inanición?
Todo ese mal tiene un nombre preciso porque es un mal ya diagnosticado por la luz del Evangelio. Se trata del “hambre de Dios”. Ese es el problema de hoy y de siempre… tenemos una vida nutrida de porquerías, pero vacía de Dios. Y por eso condenamos a tantos hermanos a quedarse sin el pan que sacia esa hambre íntima que nos quiebra por dentro cuando nos falta el amor. Y eso lo hacemos todos los días sin darnos cuenta. Negamos el alimento del amor a tantas personas, porque no hay que irnos lejos.
Así por ejemplo, ¿cuántas personas solas, cuántos hijos que viven sin una caricia, sin un apoyo? ¿Cuántos padres ancianos abandonados, gente enferma del alma y del cuerpo aún en nuestras casas?
Esa es la gran enfermedad de nuestro tiempo: el hambre de Dios. El Señor se convierte en el único alimento que nutre y que sacia el hambre total que es el hambre de amor.
Por eso Jesús se viste de trigo y se cubre de vino, para que la sequedad de nuestra lengua se suavice y se derrita la dureza del corazón. Solo así es que se puede cumplir el mandato de Jesús que escuchamos en el Evangelio: “Dadle vosotros de comer”. Es decir, el dolor hambriento del mundo se quita haciendo lo que Jesús manda, “eucaristizándonos”. Porque solo recibiendo a Cristo dentro del alma, es que podemos ofrecerlo a los demás. Eso es “hacerlo nuestro”. Jesús lo explica de una manera absoluta porque conoce nuestra necesidad de vida verdadera.
De ahí la razón de nuestro culto adorante a la Eucaristía. No se trata de rendir cultos externos de oraciones bellísimas para que nos embelesemos. La adoración auténtica de la Sagrada Hostia es para que nosotros mismos seamos transformados en custodias vivas, que van en procesión constante por el mundo para saciar en Cristo el hambre de amor. Por eso el nutriente por excelencia es el Cuerpo de Jesús. Es lo que proclama el Evangelio de San Juan: “Este es el pan que ha bajado del Cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre”.
Que esa sea nuestra hambre bendita, que llene de alimento vivo a todos nuestros hermanos, como dicen esos versos de oración: “solo comerte nos apaga el ansia, pan de inmortalidad, carne divina”.
¡Viva Jesús Sacramentado!
(P. José Cedeño Díaz-Hernández, S.J.)