Fueron aquellos grandes pensadores griegos quienes incluyeron el agua como elemento indispensable para la vida, desde un punto filosófico. Entre los más conocidos, Hipócrates, Aristóteles, Heráclito y otros, argumentaban que los cuatro elementos fundamentales eran el fuego, la tierra, el agua y el aire. Ante la tragedia que sufre California, Puerto Rico, Yemen y tantos otros lugares del Medio Oriente, por una sequía de grandes proporciones, no es cuestión de filosofar sobre los elementos fundamentales que sostienen la vida en este planeta Tierra. Pero sí es bueno comenzar por el principio. El agua es indispensable para sostener la vida.

Gran lección podríamos aprender si reflexionamos sobre nuestra conducta ante la carencia de aquello que usualmente tenemos en abundancia. Al corazón que palpita con fidelidad y a modo gratuito no se le hace mucho caso, hasta que ocurre un infarto. Al aire que respiramos no se le toma en cuenta hasta un momento de asfixia. Y así por el estilo en todos los renglones de nuestra vida. Vivimos usualmente tan distraídos y entretenidos, que nos olvidamos de la fragilidad de la condición humana. La ironía del ser humano es que siendo tan inteligente y capaz en el campo científico y tecnológico, no puede controlar las fuerzas de la naturaleza. ¡Gran lección de humildad!

Humus en latín, significa “tierra o barro”. Humildad que nace de esa palabra en latín, es la sensatez de aceptar las virtudes y pecados que identifican a cada ser humano. Mucho más, por supuesto, a los que se llaman cristianos, como seguidores del Maestro, el Señor Jesús. Cuando nos falta el agua, es momento propicio para que desde la humildad aceptemos la incomodidad, la molestia y el fastidio, de que somos seres que no somos independientes. Por más dinero que tengan, por más grados académicos adquiridos, por más autoridad en posiciones de poder, no pueden valerse por sí mismos. Clamar a Dios, desde la fe, es no solo una gran ayuda para procesar la angustia de la necesidad, sino una confesión humilde de nuestra poquedad. Es desde la pobreza de espíritu (Mateo 5, 3) que se desarrolla una actitud de dependencia en la Providencia de Dios. Estamos sugiriendo que desde la humildad y la pobreza en el espíritu, miremos desde cerca a nuestras vidas y cuestionemos qué otras cosas nos faltan.

Desde el marco referencial del Evangelio, y precisamente en el contexto de hombres y mujeres de fe, ¿cuáles serían algunas cosas que nos faltan? Si nos atrevemos, descubramos algunas de ellas:

Conciencia crítica – En términos sencillos, es la capacidad de cuestionar el arrastre persuasivo que tienen la sociedad, los medios de comunicación, el medio ambiente, en el comportamiento personal. Se nos ha dicho que el dudar y cuestionar es el comienzo de la sabiduría. ¿Tengo capacidad de percibirme a mí mismo repitiendo argumentos políticos, religiosos, socio-económicos sin haberlos cuestionado y razonado por cuenta propia? ¿Nos hace falta carácter, convicción, capacidad de reflexión a modo de desarrollar opiniones propias? Se debe luchar por autenticidad, no una imitación de los demás.

Cuestionar convicciones – Sabemos muy bien que vivimos de nuestras convicciones. Esas convicciones son fruto de todo un proceso de desarrollo y aprendizaje desde el contexto familiar y el proceso de socialización. Sin embargo, las convicciones personales deben de ser retadas y cuestionadas dada la experiencia de cambios en el transcurso de las etapas de crecimiento. Decía el pensador alemán Friedrich Nietzsche: “Mucho cuidado, algunas veces tus convicciones pueden ser mayores enemigas de la verdad que la propia mentira”.

Descubrir los miedos – La experiencia de miedos se va acumulando en la incertidumbre del desarrollo humano. La gran mayoría de los miedos son fruto de las inseguridades, que a su vez, son resultado de los conflictos no resueltos desde la infancia. La adolescencia es una de las etapas más susceptibles a la acumulación de inseguridades. Es la etapa de transición con los grandes retos de identidad de género, libertad e independencia; ansiedad del no poder, no tener y no saber; incapacidad de certeza y falta de claridad en el futuro; la presión emocional del grupo contemporáneo con la insistencia de probarse a sí mismo. Estos miedos, lamentablemente son los que sí perduran hasta la adultez, causan estragos en la relación humana (ej. matrimonio).

Admitir culpa y pedir perdón – Todavía muchos no ven la relación del amor y el perdón. No pueden existir el uno sin el otro, no si el amor es genuino. La relación humana que valora y necesita el convivir, conlleva un equivocarse, un no ser consistentes, un fallar y decepcionar. La arrogancia nacida de la inseguridad, usualmente es la que impide el admitir culpa y buscar reconciliación. Tiende a justificar lo sucedido. Como el amor, el perdón es una decisión. Se razona el valor de la amistad, o la relación cual sea, y se decide restaurar la fisura, por encima de los sentimientos heridos. Añádase que nadie olvida nada.

Cuando nos falta el agua, nos desesperamos. Cuando no somos capaces de admitir lo destacado en los párrafos anteriores, no solo traicionamos los valores evangélicos sino que también nos convertimos en amenaza a la salud mental y a la sana convivencia. ¡Eso es peor que la carencia de agua!

(Domingo Rodríguez Zambrana, S.T.)

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