Tenues, casi silenciosos, así fueron los gemidos del Hijo de Dios en aquella noche sagrada. Tanto así, que los discípulos escogidos, los preferidos del Señor, no escucharon nada. “¿Ni siquiera pueden velar conmigo por unos momentos?”, les dijo el enamorado. Apenado y cuestionando la flojera de aquellos que él mismo había escogido, les pide humildemente, “por favor, velen conmigo”. ¡Jueves Santo, noche más oscura que un abismo! Noche de una cansada traición que se convertiría en suceso frecuente de los incontables seguidores del Nazareno. Tragedia histórica, que se torna afortunada cuando se considera en relación con aquella cena pascual, hoy por hoy conocida como “la última cena”. El “tomen, coman y beban” que llega hasta nosotros resonando en las paredes de la historia como invitación a la eternidad, y que todavía está por valorarse por los bautizados.
Se supone que los Católicos, acudan con diligencia al banquete que les da vida. Pero lamentablemente no ha sido ni es así. El colmo es que la Iglesia Madre tuvo que establecer una ley que obligase a los bautizados a confesar y comulgar una vez al año, (Cánones #920, 989). ¿Indiferencia? ¿Ignorancia? Bueno…, baste señalarlo como un hecho que nos ayude a cuestionarnos individualmente.
La algarabía y la turba de aquella entrada triunfal a Jerusalén que entusiasta gritaba, “Hosanna al que viene en nombre del Señor” en un Domingo de Ramos, no tuvo mayores consecuencias. No, si se considera que aquellos fueron los mismos que ante Pilato, gritaban unos días después, “crucifícale, crucifícale”. Con jalones de salvación, con empeños de redención, hoy también, muchos siglos después, nosotros los creyentes del siglo 21, dramatizamos los eventos de ese Viernes Santo, como queriendo sobreponernos al amarre del pecado que todavía nos hace cómplices de la tragedia.
Semana Santa es santa por varias razones. “Santa”, tanto y en cuanto está dedicada al relato del martirio del único Santo. “Santa” porque en los ritos litúrgicos el pueblo fiel participa con conciencia de culpa, arrepentimiento y un renovado empeño de asociarse a la santidad del Mártir del Calvario. “Santa” porque la liturgia tiene el poder de transportar a los fieles al ámbito de un pasado que motiva al arrepentimiento. “Santa” porque si nos proponemos, el misterio que conmemora nos puede santificar. “Santa” porque ofrece la oportunidad de un asociarse con un calvario que nos lleva más allá del mundano aquí y ahora… pésimo y carente de esperanza.
Se vive en el presente con problemas sociales, morales y personales que fácilmente forman una agenda difícil de resolver. Hoy, otra vez, los conflictos de guerra siguen insistentemente, golpeando a nuestra puerta. La economía y finanzas en alza alarmante, se piensan problemas de los gobernantes y la banca. El pueblo parece ajustarse a las tragedias como el que abrumado por la vida, se resigna a sufrir. Fatalismo siempre será cualquier postura de indiferencia o de dejadez.
No siempre se está consciente que los misterios de la fe que se celebran en la Semana Mayor, no son solo ritos religiosos. Nos apremia el vivir los eventos sagrados de la vida, pasión y muerte de nuestro Salvador, con actitud de protagonistas. Nos falta encarnar esos eventos sagrados en la vida pública y en lo sagrado de nuestra vida personal. No somos espectadores pasivos de una tragedia del pasado. Somos los privilegiados recipientes de la revelación del misterio de Dios, que viven día a día impactados por lo que creemos y por lo que tanto anhelamos.
Lamentablemente, la fuerza de persuasión de los eventos sagrados que celebramos, como que han perdido su capacidad de impacto. Así ha sido también con los grandes sucesos de la vida humana. El nacer, el vivir y el morir han adquirido una cadencia habitual que usualmente les resta capacidad de admiración. Así parece ser también con toda experiencia trascendente que en el cansancio de los vivos, tiende a disipar su grandeza. ¿Cómo avivar el corazón y la conciencia para poder captar la grandeza y misterio de lo que celebramos en los días santos que se aproximan?
Una liturgia parroquial, debidamente preparada y celebrada tiene capacidad ilimitada de inspirar, conmover y sacudir corazones aletargados en la vivencia de la fe. ¡Que no, que no es lo mismo del año pasado! Ninguno de los creyentes que se motivan a participar plenamente conscientes de los sagrados misterios, son los mismos que hace un año. El tiempo tiene la capacidad de impactar la vida y afectarla en todos sus ámbitos. Los fieles creyentes, por su piedad y devoción, se hacen susceptibles a la obra del Espíritu que se manifiesta en los ritos que conmemoran la vida, Pasión, muerte y Resurrección de nuestro Salvador y Redentor.
¡Con cuanto empeño quisiéramos atrapar en nuestra alma la gracia santificante que fluye tan abundantemente en esos días tan especiales! Y es posible, si cada uno de nosotros insiste en una disciplina espiritual que impida la rutina, lo cotidiano y repetitivo, asfixiar los suspiros de eternidad que marcan dramáticamente nuestra vivencia de esos eventos de salvación. La vida, Pasión, muerte y Resurrección de Jesús siempre serán lo más extraordinario de nuestra fe católica. Vulnerables a la inspiración de la Semana Santa, viviéndola con la intención de conversión y santidad, sería una de las bendiciones más grandes. ¡Ah, que afortunados somos! La fe nos propicia cercanía al misterio de lo sagrado y nosotros tenemos el poder de transformar lo etéreo en experiencia sublime permanente. No, no son anhelos irreconciliables con nuestra condición humana. Son la única verdad que rescata continuamente la insuficiencia de lo que somos y vivimos.
Domingo Rodríguez, S.T.
Para El Visitante