“Estos 50 años han sido para mí como un soplo de vida que casi ni me di cuenta que pasaron porque ha sido una vida tan placentera y llena de satisfacción”, expresó Sister Rosita Bauzá quien en junio de este año participó de una ceremonia en la que celebró cinco décadas de consagrar su vida a Dios, uniéndose a las Siervas Misioneras de la Santísima Trinidad.
De inmediato, aclaró que eso no significa que no haya tenido que afrontar dificultades. “Hay muchas pruebas como en todo, pero todo eso se sobrelleva cuando se hace con amor a Dios y al prójimo”, afirmó la mayor de cuatro hermanas.
Recordó que desde joven tuvo una inquietud. “Sentí una inclinación hacia la vida religiosa, pero no sabía dónde, ni cuándo. Siempre era un deseo de algo mejor. Quería ayudar a la gente, a los pobres, atender las causas abandonadas”, señaló Sister Rosita.
Por eso cuando llegó a estudiar administración comercial a la Pontificia Universidad Católica de Puerto Rico en Ponce, tuvo la oportunidad de relacionarse con una comunidad amplia de religiosas. Esto porque en esa época eran religiosas quienes administraban y educaban en la universidad.
A raíz de eso, le comentó a su director espiritual que había conocido todas las comunidades religiosas, pero que ninguna la llenaba. Él le dijo: ‘Solo le falta conocer a la que está en la playa de Ponce. Le recomiendo que vaya, se presente y busque información. Si no le gusta esa, olvídese que no tiene vocación’.
Siguiendo el consejo, fue a la playa a conocer a las Siervas Misioneras de la Santísima Trinidad. “Desde el primer momento que llegué sentí una hospitalidad, una fraternidad tan grande. Me agradó mucho la forma de ser de la comunidad, cuya casa madre es en Filadelfia, entonces pensé: y ¿cómo haré para llegar allá?”, confesó.
Cabe mencionar, que el padre de Sister Rosita era un hombre muy católico que asistía todos los días a misa. Incluso formó parte de un Club que se dedicaba a fomentar las vocaciones sacerdotales y religiosas en Arecibo, donde residía. Sin embargo, no avalaba que ella se uniera a la vida religiosa.
Por consiguiente, cuando decidió ingresar a la orden, renunció a su trabajo en las oficinas centrales del Banco de Ponce, en las que laboró por 6 años y pidió ayuda al párroco de la iglesia para darle la noticia a su padre.
“Ese fin de semana cuando fui a mi casa, vi llorar a mi papá por primera vez. Él se afligió mucho, me dio un beso y me dijo: ‘Yo no me voy a oponer a tu felicidad y, si eso es lo que Dios te pide, cuenta con nuestro apoyo’”, contó emocionada recordando la fotografía que se tomó ese día junto a su padre quien le echó el brazo con los ojos llenos de lágrimas.
Luego inició la aventura de ser Sor Rosita, como ella misma nombra a lo que ha sido su experiencia en la vida religiosa. Estuvo dos años en la Casa Madre en Filadelfia y le avisaron que se convertiría en trabajadora social, sin serlo. Su trabajo consistió en visitar familias hispanas en toda Filadelfia.
Después que hizo los votos temporeros la enviaron a Puerto Rico a trabajar como maestra en el Colegio San Agustín de Cabo Rojo. Allí enseñó religión, inglés, español y estudios sociales. Al cabo del tiempo, regresó a Filadelfia para hacer sus votos perpetuos. En esta ceremonia la acompañó su madre y una de sus hermanas.
Regresó a Puerto Rico y siguió dando clases hasta que surgió una vacante en la playa de Ponce. Ahí se convirtió en la mano derecha de Sister Isolina y trabajó en la Fundación del Centro Sor Isolina Ferré de la playa de Ponce que unificó y ayudó a las familias del lugar.
Actualmente, sigue ofreciendo su apostolado en el Centro de la Ciudad Señorial como historiadora y dirige la Oficina de Voluntarios de la organización sin fines de lucro.
Finalmente, Sister Rosita afirmó que nunca ha puesto en duda su vocación y que durante estos años ha sido muy feliz. “Mientras estés haciendo lo que tú crees que es la voluntad de Dios, eres feliz. La vida religiosa es una acción de gracias a Dios por todo lo que de Él hemos recibido”, concluyó.