Nació en las alturas del sector Anón de San Salvador en las verdes montañas de Caguas el primer día de junio de 1923. Fue el primer hijo en nacer, pero como dicen en el campo, tiró pa’ pante y con Dios por delante, lo nombraron Segundo. Entre recuerdos, anécdotas y amor familiar, don Segundo Ortiz recibió nuevamente a El Visitante que lo entrevistó en el 2014 junto a su esposa Ana María -que descanse en paz- por su 70 Aniversario matrimonial entonces. Esta vez, simplemente compartió parte de su historia centenaria bajo un almendro.

“A los 12 años ya era timonero. Cogía una yunta de bueyes (extendiendo y cerrando su puño), la enyugaba y estaba ocho horas rompiendo terreno. Cuando mi papá enyugaba, recuerdo que yo tenía ocho años, él cogía un timón y yo el otro. Así aprendí”, expresó con su voz temblorosa don Segundo Ortiz. Intentó migrar para el 1952 a Ohio, pero su experiencia no fue grata y regresó a su terruño, a su bendita tierra que le ha dado todo lo que ha necesitado y más. 

A diferencia de ahora, explicó que antes la vida era muy simple y los padres tenían que saber dónde exactamente estaban los hijos. Las salidas eran para la escuela, la misa y el pueblo a vender la cosecha o hacer compras. Eran horas a pié cruzando quebradas o ríos. A las 6:00 p.m. en punto se rezaba el Santo Rosario. 

Apio, maíz, arroz, yautía, tabaco, malanga, habichuelas, gandules, frijoles, ñames, recao, guineos, plátanos, papaya, aguacate y muchos más son solo el comienzo de la lista de frutos que don Segundo laboró en la finca. La lista de animales es igual de larga: bueyes, vacas, caballos, puercos, cabros, gallinas… La cosecha era abundante, se medía en cientos de quintales. Pero, sobraba poco y se vivía como se podía porque había muchas bocas que alimentar con 15 hijos y los productos se vendían por unos pesos. Hoy da gracias a Dios y a la Virgen que siempre lo protegieron porque la jornada era llena de peligros, empezaba en la madrugada, terminada a altas horas de la noche y se trepaba a 20 metros de altura para guindar tabaco cosido en los ranchos sin amarrarse. 

“Ahora nadie quiere trabajar la tierra. Yo lo veo y no puedo. Quisiera irme a trabajar la tierra porque los años buenos van pasando y no nos damos de cuenta. Estamos abandonando la tierra. No queremos laborar lo que Dios nos dejó”, insistió desde el balcón. Citando las primeras palabras de Génesis a la altura de sus 100 años, pidió reflexionar en el principio. 

“Dios lo hizo todo, día a día. El primer día hizo los cielos […] Al tercer día Dios hizo la tierra y las plantas. […] El quinto día a los animales. […] y a lo último a nosotros. ¿Por qué nos dejó para lo último? Todo nos lo dejó hecho, en bandeja de plata. Pero la tierra hay que sudarla”, insistió el centenario que dejó el arado hace 25 años.

Sobre la importancia de la familia, volvió a señalar al cielo y al suelo patrio. “Solo hay que amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. Yo me siento bien orgulloso de mis hijos y le pido a Dios que les de salud y vida. Que recuerden que lo que se siembra, que lo cuiden, lo acondicionen y cosecharán. Eso lo saben porque lo han visto”.

Confirmó que el ejemplo silencioso es la manera más efectiva y la que le funcionó para transmitir la fe y los valores a su prole. Por ahora, solo espera con mucha fe a que Dios lo llame a su encuentro.

Enrique I. López López

e.lopez@elvisitantepr.com

Twitter: @Enrique_LopezEV

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