De pequeño se me enseñó lo inquietante que resulta mandar a callar a alguien. De más jovencito entendí que sólo una figura de autoridad tenía competencia para realizarlo. En la etapa actual de mi vida debo reconocer que no puedo negar que esa acción que hace Jesús en el evangelio (Mc 1, 21-28), profiriendo el imperativo “cállate”, me deja literalmente en silencio. Inquietante e impactante su acción, aunque muy contundentemente expone la autoridad que tiene para realizarlo.
Entiendo que, aunque en el evangelio toma protagonismo el “callar”, la primera parte de la liturgia de la palabra se mueve por el lado del “escuchar”. Moisés, en la primera lectura (Deut 18, 15-20), anuncia que Yavé Dios suscitará un profeta entre su pueblo y que pondrá palabras en su boca y dirá lo que Él mande; hace entender que hay que escuchar a ese profeta so pena de rendimiento de cuentas. También el salmo (Sal 94) manifiesta el deseo ardiente de que la voz del Señor sea escuchada; que un corazón endurecido vuelve sordo a quien debe con júbilo, inclinado y arrodillado, reconocer las obras que hace Dios salvador. En sintonía se encuentra la breve oración colecta donde se resalta que el corazón es la cuna donde se gesta el reconocimiento de la grandeza de Dios y la fuente de las buenas obras.
El corazón endurecido y los oídos sordos impedirán que se cumpla la exhortación que Pablo da en la segunda lectura (1 Cor 7, 32-35); esa de entregarse totalmente al Señor. Para ello, habrá que saber conjugar el binomio que da título a esta reflexión: Callar y escuchar. Que se escuche sólo lo que pronuncia Dios mismo… que haga silencio lo que se opone a Él.
En el acontecimiento de la sinagoga de Cafarnaún, referido por el evengelio, aparece dando gritos (y los gritos de uno entorpecen el escuchar de otros) uno que se mueve en total oposición al Hijo de Dios. Sus gritos no permiten escuchar lo que Jesús tiene que enseñar; por eso hay que hacerlo callar. Y lo hace quien tiene la autoridad. Es cierto que no estamos hoy en Cafarnaún, pero Jesús podría volver a requerir el callar, en vistas a que se pueda escuchar.
Sin duda, hoy Jesús volvería a decir: ¡cállate! a las guerras por el control del poder y a la injusta repartición de los bienes; así también volvería a poner palabras en la boca de aquellos que desde sus lugares de autoridad han aprendido que hay más alegría en dar que en recibir; aquellos que tratan los bienes civiles como patrimonio sagrado de la comunidad y son incapaces de sumarse a los robos descarados. Quizás hoy Jesús volvería a decir: ¡cállate! al comercio de armas, a la violación sistemática de los derechos humanos; así también volvería a poner palabras en la boca de aquellos que todavía hoy luchan por la paz con los explosivos del corazón, con los cañones del amor y volvería a suscitar profetas que continúen defendiendo la dignidad inconmensurable de la persona humana, no con ruidosas fanfarrias sino desde el anonimato silente. Seguramente hoy Jesús volvería a decir: ¡cállate! a la violencia de género, a la violencia contra el no-nacido; así también volvería a poner palabras en la boca de aquellos que anuncian la vida desde su concepción como un regalo del Dios dueño de todo; y volvería a convertir en profetas a aquellos que, sin palabras, comunican sin cesar que, por más adelantos científicos que la humanidad haya alcanzado, la vida siempre viene de Dios. Sí, todavía hoy hay muchos espíritus inmundos fuera de Cafarnaún que hay que hacer callar; pero, queda la esperanza ilusionada que aún hoy el Señor va suscitando profetas con Sus palabras de plenitud en sus bocas. Si no se endurece nuestro corazón, podremos escucharlos.
P. Ovidio Pérez Pérez
Para El Visitante