Todos sentimos necesidad de ser escuchados. Y por eso, el escuchar se convierte en una forma de amar, de regalar un bien a otro. Si me escuchas me siento valorado, atendido, sanado internamente. Debe ser la mejor cualidad de un consejero: ser oído amigo. La persona no necesita, a veces, muchos consejos, sino que le ocasionen el desahogo. Si decimos que el casado es el primer consejero, amigo, compañero de la pareja, entendemos que el escuchar es bien importante en esta relación.

No es tan fácil escuchar. Supone crear en uno mismo un espacio interior, salir de mí para dejar que la otra persona ocupe no solo mi tiempo, sino mi espacio interior. En ese momento esa persona es todo. Por eso, se escucha no solo con la oreja, sino con los ojos, con palabras que ayudan al otro a seguir hablando, con el lenguaje corporal. Esto supone disponerme a entrar en comunión, posiblemente tener que revisar juicios y maneras de propias de ver. O sea matar el yo en ese momento para que el tú se sienta el centro. 

Escuchar no es algo pasivo. Hay que descubrir no solo lo que el otro dice sino lo que quiere decir. Porque una cosa es lo que pienso decir, otra lo que digo; una cosa es lo que oigo, otra lo que entiendo por lo que oigo. Hay, entonces, mucho peligro de tergiversar la conversación. Alguien poetizaba: “Habla, que no te escucharán mis oídos, sino mi corazón”. Es brindar por encima del cerco de las palabras para captar la persona que está hablando. Es ir más allá de las palabras para descubrir al otro en toda su realidad, en su historia, en sus proyectos. Si decimos que el matrimonio es la relación más profunda entre dos seres humanos, este escuchar debe ser tarea prioritaria entre ellos dos.

Desde el punto de vista de la persona espiritual el escuchar es una actividad de muerte al yo propio. No me hago el protagonista de la acción, sino el espectador que aplaude al artista. Es, por eso, el escuchar un gesto de amor. A la otra parte la hago mía, dándole el privilegio de ser lo más importante mientras la escucho.  San Ignacio enseñaba que “tanto más aprovecharé en la vida espiritual cuanto más salga de mi propio amor, querer e interés”. Ese es el gesto espiritual al que es llamada la pareja casada. Porque al escuchar me hago débil, poco importante, humilde. Soy dócil y vulnerable ante el otro; soy un poco como Jesús que toma en sus espaldas las miserias del mundo para redimirlo. Hay un poco de morir, para que el otro resucite, y yo mismo resucitar en el amor.

Morir es una manera de poder resucitar. Santos son los que, reconociendo sus sorderas, ayudados por el amor de Dios, aprenden a escucharse y aceptarse con libertad, tal como cada uno es. Los casados buscan su santidad en llevar adelante esa relación especial para la que fueron consagrados. Así la actitud de escuchar viene a convertirse en actitud espiritual, en que ejercito la muerte del yo, doy un servicio de amor al otro, practico la paciencia en el momento en que desearía largarme o interrumpir con mi perorata. Es en algún momento una cruz cuando el hígado me revienta, porque no quisiera segur escuchando lo que me dicen, pero ahí me quedo, sencillo y humilde, dejando a la otra persona ser la prima donna del espectáculo. Vivir en esta actitud con ánimo alegre y con humor es una realización de las virtudes cristianas. Y eso es santidad.

P. Jorge Ambert, SJ

Para El Visitante

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