Me convenzo de que en este país hay muchos apareamientos legales, legítimos, pero pocos matrimonios. Porque el matrimonio no consiste en tener derechos legales y morales para el coito matrimonial o la búsqueda de hijos. Es mucho más. Y tristemente a muchas parejas, ojalá no fueran las sacramentales, les falta ese plus. Es natural que, al comienzo de la relación o con las experiencias románticas del noviazgo, esté muy presente el deseo de la relación sexual en la pareja. Es un instinto natural que normalmente surge en su máximo apogeo durante esa adolescencia. El problema es que sea lo único que perdure según avance la relación. El enchule, de que hablan, es bueno. Lo malo -le digo a los novios- es que te estanques esperando que ese enchule dure continuamente. Sería como el niño a quien le gustó tanto la maestra de primer grado, que no quiere seguir adelante en la elemental, sino repetir.

El enchufe, la etapa del eros, será la primera fase. La pareja debe avanzar hacia adelante. Y en esto el error de muchos. Y como ese deslumbramiento amengua por la rutina, por los años, por la repetición con la misma pareja, tienta entonces a comenzar lo mismo con otra persona. Es el que convirtió el matrimonio en un mero apareamiento. Y peor aún si en esa relación sexual no avanza hacia el concepto de la intimidad emocional, que es más profunda. Si aparecen pronto las desavenencias en la pareja, los conflictos, los desencantos, surge la tentación de salir del diablo o diabla Antonia. Pero lo que le espera será el diablo o la diabla Luisa. Cuando veo una persona que va por el tercer o cuarto divorcio, no puedo menos de pensar que algo de eso sucedió en el proceso.

La llamada al matrimonio es para crecer hacia la intimidad emocional.  Eso es lo que la Biblia llamaría ‘ser una sola carne”, una unidad de propósito, de quereres, de proyectos. Alguien, por eso, decía que amor no es mirarse ambos a los ojos, sino ambos mirar el horizonte. La intimidad emocional lleva no a conocer las ideas o convicciones de tu pareja, sino sus sentimientos. Y por eso lleva a estar de muchas maneras regalando el uno a la otra lo que siente sobre las cosas. Se llega así al nivel de comunicación de sentimientos. No me digas que va a llover; eso lo dice meteorología. Dime cómo te sientes ante la lluvia que avanza: ¿te alegras, te molesta, te deprime, te abre la inspiración?

Hay un punto adicional en esto de superar el mero apareamiento. Se trata de profundizar entre esos dos seres la amistad. Somos amigos, profundamente amigos, además de esposos, padres, profesionales de tal o cual ramo. Muchas ilusiones pasadas se olvidarán; el sentirnos amigos se plenificará. En el amigo yo confío todo. Del amigo espero la aceptación. El amigo no sale corriendo en mi desgracia, dolor o enfermedad. Al amigo no le oculto nada, aunque lo que le confíe me sea a mí o a él oneroso. La pareja de más de 40 años juntos, no tendrá ya tantas o largas entregas sexuales. Pero tendrán largos y profundos momentos de compartir su amistad. Tanto que el uno al otro se considerará como siameses. Y eso me recuerda a aquellas siamesas inglesas a quienes era imposible separar por una operación, pues el órgano común era el corazón. Ese es el matrimonio de veras.

Hay un punto adicional -muy principal- para superar el mero apareamiento. Es cuando vemos, y vivimos, la relación matrimonial como una misión religiosa. Estoy casado no solo por mi inclinación sexual y emocional hacia tal persona, sino porque entiendo que Dios me pide, como expresión de mi fe y pertenencia a la comunidad eclesial, la misión de vivir el amor. El casado entonces, vive todo lo que humanamente se da en esta relación física, emocional, humana. Y lo vive para cumplir con la tarea eclesial de decirle al mundo que no solo el amor es lo que salva y redime al ser humano, sino que el amor es posible. Es la cúspide que se pide al matrimonio cuando se sacramenta. Por aquí se mueve al penthouse del matrimonio: cuando se realiza y vive como Sacramento.

P. Jorge Ambert, SJ

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