El ser humano, atrapado por la pandemia y otras calamidades, exige su intimidad, su libertad sin cortapisas. El encerramiento con causa hace palidecer a cualquiera, pero más aún es el acecho de sutiles vendedores de seguros que salen paso inesperadamente o al que se dedica a regañar a los que no cumplen con los requisitos ya establecidos de mascarilla, hand sanitizer y otros. Se agobia el cuerpo, se intranquiliza el alma ante la colisión de voces y palabras eufemísticas.
El constante diluvio de cúbreme la boca y la nariz se queda corto ante el sonsonete de vendedores que quieren hacer su agosto en pleno octubre. La economía está de capa caída, pero no es bueno tratar de levantarla al estilo mata piojos, o al ritmo de “cámbiese señor”, una invitación a formar filas con el que ofrece más con el que no tiene reparos en convertirse en padrino a tiempo completo.
La pandemia sola tiene su poderío y su angustia vital. Ya el calendario ha sido reducido a unos días y unas noches, la semana se acortó, el “Thank God it’s Friday” carece de realismo, porque el fin de semana se aligera, se queda sin festividad, sin alegría. Ese proceso de mirar y dejar pasar trae la melancolía, los recuerdos, de aquellos días con sabor a nosotros, a familia.
Al mirar lontananza, se pierde la cordura de un yo deseoso de derribar fronteras, de escapar a la inocencia pérdida y es que más que cuidar el equipaje corpóreo, se anhela caminar por lo justo y lo razonable, repartir consuelo y amor. No es lo mismo mantenerse en el claustro que acoger a un niño que llora, a una madre desesperada porque no tiene alimentos para sus hijos.
Aunque la convocatoria es a mantenerse en casa, el momento de salir no puede ser reducido a un agobio inoportuno de ventas de productos. Ya en mucho confrontar la situación mental para que se le eche leña al fuego. El equilibrio humano va más allá de comprar, hace falta la paz, la tranquilidad, la alegría de vivir, mirar hacia el mañana.
Estos meses, apaciguados por la esperanza de un mañana de luz, representan una horma en el zapato para resistir el vendaval de una actitud carnavalesca que diluye toda felicidad en gozo y placer. Esa mentalidad de risas y gozos que se posa sobre la sociedad de bienestar ha generado una huida cuando el zapato aprieta. Tan pronto se percibe el momento difícil se opta por dejar atrás a padre, madre, hermanos, amigos. No se pondera el superávit supletorio que ofrece ese caudal de riqueza que es una lotería y una felicidad.
La pandemia habla con estruendosa voz para corregir los desmanes a los que estamos acostumbrados. Hay mucho que cortar en el caos económico y social que hemos construido sobre ínfulas engañosas. Debe ser una actitud global, libre de sofisticaciones que impiden ver la ruta.
La tregua debe ser real, una actitud de acompañamiento y no de salvajismo económico que es obstáculo para reivindicar el momento de Dios, un tiempo para amar.
P. Efraín Zabala
Editor