La Santa Palabra nos ofrece el modo en que el Pueblo de Dios tiene que ser servido. El Señor Jesús se compadecía de las muchedumbres, abrió paso para llegar hasta el enfermo y el afligido.  Esa forma de curación antecedió cualquier antídoto de la medicina establecida. Él cicatrizaba las llagas, convergía en el suero de amor, proponía la fe como salvoconducto para la salud que es lo más importante que se tiene.

Todas las enfermedades crónicas hasta un simple catarro exacerban el cuerpo y el alma porque el ser humano es propenso al miedo, al qué será eso que siento.  Nadie es inmune al dolor y a la pena que brotan después que el médico le dice el pronóstico basado en estudios, placas y análisis. Cuesta trabajo repechar por la jalda de las enfermedades, comprenderlas para ganar la batalla.

Ante la enfermedad y el llanto por dentro se deben abrir todos los grifos de la misericordia para adelantar la causa de la salud espiritual y física. El saludo, la comprensión, estoy contigo, son avenidas de amor que tocan el misterio de Cristo. No se es discípulo de Cristo desde un fervor abstracto y una mirada veloz sino desde sus abastos santos, desde su costado abierto.

Y es que la Iglesia es portadora de salud por excelencia. Todos los sacramentos han sido instituidos para emancipar, sanar, dar un toque de vida santa a los que se acogen a la fe liberadora. Pensar que se vive solo en la dimensión material, haciendo de las cosas una arcana reserva de virtud a secas, es edificar sobre arena, una forma de caer despavoridos al primer embate de la enfermedad.

Se ha probado con datos específicos que los enfermos que se ponen en las manos de Dios, o que su familia los cubre de piedad y devoción, se curan más rápidamente y llevan la enfermedad con paciencia y lealtad a Dios Santo. Es la fuerza del espíritu la que moldea la voluntad para emanciparse en el Cristo vivo, siempre médico que ofrece la medicina especial.

Toda medicina, espiritual o humana, se acepta mejor si tiene sabor a amor, a condescendencia, o sentido fraternal. El trato, la compasión son puentes sutiles para dejar entra a los que sufren el dolor, la pena, el desgaste mental.  Mientras más comprensión, mayor es el medicamento que se convierte en don, en regalo, reserva de virtud.

No se puede echar en saco roto toda la suavidad que el Señor Jesús inauguró para el bien de todos. Las leyes y la represión se quedaron en la periferia, pero la fe en Cristo es remedio apropiado para los males.

Ser cercanos con mirada sana, es garantía de la eficacia que devuelve la paz interior y subraya el acercamiento al mejor medicamento.  Esto no implica que hay que dejar a un lado la receta médica, sino que en toda prescripción del profesional se incluye una nota al dorso: utilice también la receta de Nuestro Señor Jesucristo.

P. Efraín Zabala

Editor

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