La pandemia ha puesto en evidencia la soledad que se cuela en nuestros vecindarios. Una casa, recuerdos por todos lados, una lágrima, forman el equipaje de muchos puertorriqueños que viven en la nostalgia y en la espera. Y sus hijos; ¿dónde están? La respuesta es obvia; en Florida, Boston, Texas. Tal parece que se tratara de pequeñas poblaciones de la geografía isleña, o barrios que han brotado en las cercanías.
El nido familiar reboza en recuerdos, en retratos de los retoños, en souvenirs de toda índole. A veces queda la pareja de mamá y papá en reverencia, en ayuda mutua. Otras, la madre o el padre, recostados sobres los recuerdos, la espera, el ojalá de esperanza. La fe marca los porqués filosóficos que son hincados sobre la piel y el alma.
Esas parábolas de tristeza y melancolía arrojan una verdad, tan cerca y tan lejos cuando el itinerario de diversiones y vacaciones tiene identidad propia; olvidarse de todo. Muchos hijos han sacado a sus padres del álbum familiar y los visitan con una llamada telefónica por aquello de estar en orden. Otros piensan que un viajecito a la playa no les harán mal sin darse cuenta, que esos luchadores no tienen ese marco de referencia en sus mentes. Siempre vivieron al lado del rio o en el barrio de sus sueños. El mar, para ellos, era casi un miedo ancestral, una aventura fuera de su entorno.
La pena y la melancolía dominan el escenario hogareño que otrora fuera deleite y miel. Los de la tercera edad, aquellos que lo dieron todo, necesitan oxígeno comunitario, abrazo de muchos, consideraciones especiales. No hay que mirar de lejos, ni hacer aspavientos para dar la mano con elocuente mirada. Ese mirar por encima del hombro o mirar y dejar pasar, desafían el Evangelio, son muecas de los que dicen amor la verdad y al justicia.
Sin los mayores se pierde la cátedra de un ayer de trabajo, de fe, de gran aventura humana. Poco a poco se pone en baratillo todo lo aprendido y nos quedamos al borde del precipicio fomentando el egoísmo, la vaciedad, la torpeza. El hoy tiene sus raíces en el ayer, en el cúmulo de sacrificios y acciones que eran curativas, lección para todos los días.
No basta con exclamar el ¡Ay bendito! que tanto nos distingue. Se impone dar la mano y el corazón, allegarse hasta la casita del lado, llevar esperanza. Es importante enseñar a los hijos a hacer el bien para que no se pierdan en los vicios y en los amoríos trasnochados y sepan que la senectud también existe, que es mejor dar que recibir…
La soledad agobia, abre surcos de lágrimas. Son miles los ancianos que beben su dosis de recuerdos y penas. Todavía quedan los recuerdos y rastros dignos que marcan el paso de una generación al margen. Es imperativo cumplir con el Cuarto Mandamiento que subraya Honrar padre y madre. Ese es el llamado a los hijos, o la familia, a los vecinos.
Padre Efraín Zabala
Para El Visitante