Para los que bordean humedad y monte, la playa era algo así como una inmensidad difícil de penetrarla. Ellos conocían el pozo, el charco, la ciénaga, el río con su sonsonete y su mercadito de camarones, guábaras, bruquenas. Ir al río era más que un bañito en abrazo con los bejucos, las zarzas, los árboles silvestres. El pobre se conformaba con poco y se aventuraba a codearse con aguas limpias, sin clorox, con casi una bañera natural, bendición de Dios.
Río, charco, jolgorio, eran parte de una ritual, de una aventura única con olor a riachuelo de Dios que bajaba montaña abajo como un regalo único. Lavarse la cabeza en la charca era aclarar los pensamientos, limpiar el polvorín del cuerpo, echar un agradecimiento en las profundidades de la Providencia Divina. Esa comunión de aire, sol, agua y buen vecindario, apagaba el calentamiento solar, emplazaba al corazón herido.
Los del campo, exponentes de la mancha del plátano, se sentían retados por el mar, por las solas, por los vientos. La perenne acogida a ese entorno placentero no les dio tregua para salir de barrio allende a las costas que eran parte de los cuentos de terror narrados por unos y otros. La madre era la primera que ponía objeción y contaba con temblor todas las historias narradas, todo el miedo que acechaba las costas, las olas, el mar.
En Cidra, ciudad primaveral, el Lago se hizo hábitat, un lugar para celebrar la vida. Pequeños y grandes se echaron al lago con verdadero deleite. Nada impedía el que se lanzasen del puente del Millón en acrobacia única, casi un ballet de jóvenes flacos, hábiles para nadar, para hacer piruetas, para acelerar el paso ante la lucha diaria, ante el porvenir plagado de amor por Cidra y Puerto Rico.
Luego llegó la playa con su ofrecimiento y su currículo de profundidad y tomas azules. Y los muchachos comenzaron a ir al Luquillo que era apacible, llana, una convocatoria de quietud en donde las olas apenas surcaban las aguas. Allí, con un curso de prudencia y gran amistad se fue perdiendo el miedo ancestral y todos los domingos se organizaba la concentración Cidreña que visitaría el mar en Luquillo.
Traigo estas consideraciones por la pugna desatada en Ocean Park en torno a las playas de Borinquén. Esas aguas, esas olas, en entorno, acentúan la propiedad que es del pueblo de Puerto Rico. Son recursos naturales para el bienestar de todos, para la hermandad que nada y se hace servicio y complacencia. El mar es sitio único para hablar con Dios, con los hermanos, con los que llegan de lejos.
A pesar de que muchos acuden a la playa y a los ríos todavía hay algunos que no saben nadar. Las leyendas y misterios los mantienen en la orilla esperando a un versado que les dé una clasecitas para cruzar la orilla e irse mar adentro para cantar el triunfo de las aguas colmadas de sol. Si el tirijala de las luchas playeras continúa, nos quedaremos en la orilla esperando el día en que naveguemos mar adentro…
Padre Efraín Zabala
Para El Visitante