“Lo que no nos cuesta, hagámoslo fiesta”, así reza un dicho pueblerino para advertir que la envoltura fácil envuelve una mentalidad derrochadora. Es fácil constatarlo con el récord en mano; los padres que autorizan a sus hijos a estar al frente de sus negocios, pronto despiertan a la realidad; la quiebra asoma su rostro feo. Ante lo heredado, los nuevos administradores se echan aire, gastan a sus anchas y desperdician en cada oportunidad que se les presenta.

Así acontece en el País, con sus haberes, con la herencia de todos. Para los que tienen instinto de afluencias sin reparos, la alcancía común es víctima del marronazo según el deleite de algunos. No hay prudencia ni un estilo sobrio para mantener en óptimas condiciones los haberes del País. Gastan a manos llenas es un pasatiempo, una ilusión que viene de lejos y se convierte en “nosotros podemos”.

Justificar el gasto, glorificar los altos puestos y quedarse mirando para lejos es una mala enseñanza para el pueblo en general que es víctima de una mentalidad con sabor a tesoro. Los que compraban en la tiendita vecinal, vivían del fiao y de la buena voluntad del dueño, se han acogido a la peregrinación de los templos de la prosperidad y ni si quieran miran para el lado.

Esa  falsedad afea las relaciones humanas y saca de proporción lo que es el buen vecino y lo que es la sinceridad. El consumismo ilustrado tiene sus padrinos: el dinero, la exquisitez, la abundancia. Quedarse en la tiendita del campo representa un retroceso, un bolsillo débil, un pasado deplorable.

Es dentro de una mentalidad derrochadora que se habla de la Escoltas y los que las justifican alardean de un tesoro para ser gastado en un presentimiento, en una ofensa casi legendaria. Mientras haya dinero alguien saldrá ganando, alguien tendrá miedo. Pero no hay una idea clara de cómo suplir luz y agua a los desventajados, de cómo ayudar al pobre y al desvalido.

La forma de ventilar la causa de los de arriba implica tener los ojos cerrados anta la situación de desesperanza de muchos puertorriqueños. Ya es hora de sanar heridas, abrir el corazón, ofrecer la medicina del bienestar social. Gastar con prudencia y hacer un fondo para favorecer a los pobres es abrir cauce a la justicia social, a los que sufren y padecen.

Se educa a través de la cátedra de la hermandad. Se atiza la llama de la discordia cuando la mesa está servida para los poderosos y los de abajo se conforman con las migajas. Es hora de equilibrar voluntades y poner coto al instinto tesoro que está adherido a una visión de mundo, a un allá ellos, inquisidor y trágico.

La prudencia va unida a toda acción gubernamental. Siempre será una lacra servirse con la cuchara grande y olvidarse del pobre y el necesitado. Puerto Rico necesita de los equilibrios mentales para no caer en las luchas destructoras. Pensar con sentido social y acoger con bondad la causa del débil será una victoria para todos.

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