Cuando era niño se hablaba de Mana Geña y de su entorno plagado de enseñanzas en un hermoso recodo del barrio Certenejas I comunidad de san José. Eran los días de la ruralía en flor, del misticismo católico que era un modo de vivir la fe, de vigilar el mal en todas sus formas. Cumplir con la fe, vivir el misterio iban de la mano para no errar, para alcanzar misericordia.

En esos predios, alfombrados por el cañaveral circundante, que cercana la navidad se vestía de flores, se ubicaba el profetismo de aquellos días. Las misiones, los retiros espirituales, eran postre nocturno. Cuando atardecía, una bandera blanca izada sobre una casa, era como una campana que llamaba a oír los entusiastas de la fe, a recobrar fuerzas para seguir hacia adelante, para ser fuertes en la fe.

Mana Geña, ágil discípula de los hermanos Cheos, era una institución, una hacendosa discípula que regaba el jardín de la fe desde su emancipación en el Evangelio. Ayudantes, servidores, amigos formaban el grupo de los servidores, de los que abonaban aquel apostolado con el sudor de su frente. Era un privilegio dar la mano, establecer el orden para que todo fluyera con precisión de “es para el Señor”. 

Los que conocían esa obra de cercanía vecinal, sentían la llamada a oír la predicación cargada de temas apocalípticos, de verdades cortantes. Los vecinos, separados por el lago de Cidra, fabricaban sus puentes rústicos y al atardecer decían presente para ser testigos de tan esmerado apostolado, que era como una solemne mirada a su condición de pobre, llena de esperanza.

En aquellos días, en que la pobreza tenía sus recursos y su espontaneidad, los osados apóstoles marcaban el paso, sudaban la gota gorda, celebraban la palabra de Dios al aire libre y adquirían fuerzas para la vida dura, para hacer que el misterio de Cristo no se quedara oculto entre libros y recuerdos. El sacrificio era parte constitutiva de une inmolarse por Cristo, estar cerca del Maestro.

Desde la capilla San José, punto de referencia de aquel catecismo enseñado con voz profética, se divisa el lago de Cidra, el hospital Panamericano, la casa de Quirino Rivera, comerciante de aquel vecindario que, poco a poco, influenciaba con sus posturas urbanas y su forma de ver la vida. Toda esa comunidad de egregios campesinos se echaban en el mar de la fe sobre los equilibrios vivos de los que se hacían fervorosos defensores de Mana Geña y su apostolado.

En la distancia de 80 años, la fervorosa comunidad de san José convoca a oír la palabra de Dios con reverencia, a dar tributo a aquellos que se inmolaron compartiendo del pan y dando tiempo y generosidad para que esa obra fuera una  luz en medio de esa comunidad adornada con la esperanza dibujada en su entorno maravilloso.

Es tiempo de aplaudir a aquellos que de lo poco sacaron mucho. Alguien sembró y las generaciones recogieron. Es oportuno dar gracias y perpetuar lo mejor de la cosecha. En ese entorno se apacigua el alma y el nosotros podemos adquirir luz para hacer obras de gran sentido humano y cristiano.

Padre Efraín Zabala 

Para El Visitante

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