Ahora que tocan a la puerta para ayudar a Haití, conviene precisar el sentido cristiano de amor al prójimo proveyéndole lo necesario para que pueda enfrentar la realidad agónica. Es fácil dar lo que sobra, lo que ya cansa de mirarlo en un closet o baúl de antaño. Pero aún, si se pretende dar algo que se aprecia para luego comprar otro de mejor calidad y gastar un dineral en conseguirlo. Esa sutil forme de justificación marchita el deseo de dar por amor, de obsequiar algo por pura condescendencia del corazón.

Es preciso darse cuenta de la necesidad de bienes y servicios que tienen los países pobres, especialmente Haití, que lleva sobre sus espaldas un fardo inmenso de penas y sufrimientos. Hace alrededor de diez años que un terremoto hizo estragos en su geografía y en su gente, luego inundaciones y toda clase de males. Vivir en medio de la tragedia diaria tiene connotación final, de catástrofe estremecedora.

Al ver el dolor en su máxima expresión es necesario ampliar la actitud de benévolos donantes que de lo mucho alargan su convicción humana hasta remediar un poco la carestía y así establecer el séquito de la buena voluntad y secar una lágrima del pobre y necesitado. No se trata de echar a los vientos lo que hace la mano derecha, sino pasar desapercibidos remediando, sanando, multiplicando dones.

Es de suma importancia que el caso de Haití sea una lección de gran envergadura humana para no caer en la tentación de creerse inmunes ante el desplome de la esperanza. Esa situación de pura necesidad de todo debe penetrar en el pensamiento colectivo y sacar las consecuencias vivas que nos sirvan de reflexión, que ponga reparos en la fórmula caótica de comprar y comprar como estilo y como visión de vida.

 

Se piensa que la felicidad estriba en tener bienes respondiendo a la mentalidad predominante. Escasea la visión de buenos administradores versus botaratas a tiempo completo. No se explica el valor de cada cosa, de cada producto como realidad básica de la vida. Junto con el diploma de escuela superior se añade una profesión lucrativa, un estilo de vida que estremece por el acento en más, en esto no me da para vivir   y soñar con una vida mejor.

Tener es parte de los anhelos vitales, pero tiene que ir en una proporción a las huellas que dejan los desposeídos de este mundo. Esos niños que se acuestan sin comer, o esos ciudadanos de la tercera edad que lloran su soledad, hacen referencia a la injusticia que se cuela en el pensamiento de muchos. Esa indiferencia gubernamental y la mirada pálida de muchos crean molestia social, una epidemia con ramificaciones sicológicas que, tarde o temprano, harán explosión frente a la indiferencia de muchos.

Al dar para Haití conviene establecer los lazos de riqueza-pobreza, tristeza y pena, poco y mucho. Aquí se vive en derroche, obviando las rutas de los que sufren y sueñan con una calidad de vida que sea un trocito de miel, una garantía de bondad universal. No hay que dar de lo que nos sobra, sino compartir lo que somos y tenemos. Se abre un nuevo capítulo cuando las mil manos se elevan en oración y servicio. Haití, que sabe lo que es el llanto y dormir a la intemperie, abrirá su corazón para recibir dones, oraciones y pan saturado de amor.

P. Efraín Zabala

Editor

 

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