Se vacía de contenido el corazón y la aventura simplista domina el escenario. La mirada fría, y el yo enraizado en superficialidades han convertido la pandemia en refugio para el desquite y el mirar y dejar pasar. Cada cual vive en su entorno glorificado, una especie de bunker para desde allí observar el deterioro del corazón. 

     El aislamiento como estilo de vida deja huellas imborrables. Desde ese ambiente se crean mundos artificiales, actitudes de indiferencia y distancia y categoría. El limitado espacio emocional engendra el coloquio con las arbitrariedades más excéntricas y el evaluar comportamientos se convierte en tiranía. El círculo familiar y el vecinal se reducen a un saludo de lejos, casi una mueca.

      Se observa el cenit del Covid, pero las cicatrices quedan como un balde de agua fría. No es fácil pasar por la aduana de la vida arrastrando miedos, pesares, llanto con el consabido “no me toques” como regla de comportamiento. Todo lo vivido no es letra muerta, ni una cuarentena mística, sino realismo de la existencia, dolores que hablan por sí mismos.

     La justa perspectiva de las cosas nos provee una llave para abrir la puerta de vivir asimilando el misterio para no perdernos en la obscuridad y dar pasos en falso. Siempre hay que mirar lontananza, más allá, para no caer por los riscos y orientar el corazón hacia la fe inspiradora. La virtud teologal no es corta dirección, o un mero sentimiento, subsidia la dulce mirada, alumbra sin desfallecer.   

     En todo momento el amor ejerce su poderío libertador. Ama y haz lo que quiera, decía San Agustín con voz solemne. Resistir desde el ámbito luminoso genera una fuerza trascendental, una alegría de amor y servir. No se vive para la huida, sino para la participación de mente y corazón en todo detalle de superación. 

     Empezar de nuevo, después de esos días disciplinarios, requiere de amor que revive, que es medicina oportuna. Encarar la realidad, con su éxtasis y su llanto, requiere de un proceso de aprendizaje que valora a la persona, que surja por todas partes el grito de un somos real y verdadero que dicte la pauta a seguir.

     El mandato de Dios es el nuestro en la capacidad de amar y servir. No hay otra ruta, ni otra fórmula. Conviene acelerar el proceso de integración para establecer la nueva mirada, el nuevo ritmo de vida. Siempre hay una oportunidad para sacar a flote lo mejor de la cosecha. Este en el momento preciso.

     El amor verdadero desvanece toda pretensión de dramatismo. El Señor nos consuela y nos dirige. Hay esperanza y sentido fraternal cuando el amor abraza dulcemente. 

P. Efraín Zabala

Para El Visitante

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