Ir al supermercado, o a la tienda de la esquina, requiere de adiestrarse en sumar y sumar.  Los precios se elevan por las nubes, se vacía el bolsillo en un santiamén.  Cada día la sorpresa es mayor, pues con la pandemia, el mercado norteamericano se estremece, el transporte hacia la Isla se encoge.  Hoy un precio, mañana otro, debilita el ahorro que siente el peso de comprar o morir.

La Isla, huérfana de agricultores y trabajadores “full time”, piensa que la finca no le pertenece, que hay que importar el 85% de los productos.  Los templos del consumismo se alzan como bastiones inexpugnables, peregrinar es un estilo, tener buena visión en un logro para distinguir la yautía de la malanga si ésta no ha sido pasada por la cirugía de un machete.

Pensar en fincas allende los mares ha propiciado el jardincito hogareño sin una mata de guineo o de plátano.  Las flores maquillan los surcos, las orquídeas despilfarran belleza, pero las viandas permanecen ausentes.  En los supermercados las loas a los productos foráneos subrayan una mirada ligera, una falta de aprecio por lo que la tierra produce.

El paladar distingue, compara entre un producto fresco y otro ya pasado de fecha.  El sudor de cada puertorriqueño que labora la finca es parte del mandato divino, una dosis de sacrifico y buena voluntad.  El néctar de la piña, de un guineo maduro, de una papaya, son incomparables; tienen mensajes de un Dios que sazona con misericordia la cosecha noble y generosa.

Los campos baldíos hablan con contundencia de la ley del menor esfuerzo. Es harto conocido que labrar la tierra es un reto, un sacrificio.  Si no hay aprecio por los sembradíos se cae en la actitud de ya otros sembrarán, una forma de evadir responsabilidades, de perder el gusto originario.  Enseñar a niños y jóvenes el amor por lo que la tierra produce es colaborar con la salud y con la economía del País.

La queja de todos los días, qué caras están las cosas, no tiene vuelta atrás si se depende de las fincas privilegiadas de Norteamérica y otros mercados latinoamericanos.  Al dejar el batey querido y echar cemento a diestra y siniestra se marchita el pensamiento, se cae en la indiferencia.

La fertilidad de nuestra tierra es obvia, las semillas rebosan de salud al contacto con la materia prima.  Agua y sol son aliados de la planta que se yergue como una esperanza.  Ver el milagro de los frutos es participar de la creación, dar gracias a Dios por ese reflejo de su amor.

Se achica el dinero, suben los precios y la mente se empobrece para ver qué tipo de malabares se va a hacer en dichas circunstancias.  Los fascinados por el dinerito que llega tienen que pensar que todo eso termina, que el trabajo de cada día es lo básico para enderezar las rutas.

P. Efraín Zabala

Editor

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