¡Dios mío, qué grande eres!  Canta con asombro y fascinación el salmista (Sal 103) al contemplar todas las obras que hablan de su Creador.  Con ese mismo asombro y fascinación deberíamos expresarnos al contemplar todas las obras que nos hablan de Cristo redentor y todas aquellas que bajo la acción del Espíritu la Iglesia realiza.  Con asombro y fascinación vivir el final del tiempo pascual, que no es final trágico, sino portentoso.

 

En la misma sintonía encontramos que el acontecimiento narrado en la primera lectura (Hch 2, 1-11) provoca asombro en aquellos peregrinos de tan diversos orígenes que llenaban la ciudad de Jerusalén y que escuchaban a los apóstoles hablarles en sus propias lenguas.  Lo maravilloso del acontecimiento se da en la espontaneidad de lo inesperado; en lo no planificado del asunto en cuestión.  Con asombro y fascinación deberíamos conmovernos al escuchar este relato porque el Espíritu congrega lo que la diversidad había dividido.  Porque el contacto con lo mistérico se vuelve inexplicable y desde ahí el asombro y la fascinación.

 

Fascinado, también, parece estar Pablo cuando comunica a los habitantes de Corinto (1 Cor 12 3‑7. 12‑13) que por encima de la diversidad de dones, ministerios y funciones hay un solo Espíritu del que todos han bebido.  Con asombro y fascinación deberíamos, ante ese Dios que obra todo en todos, interpelarnos al escuchar esta palabra que coloca en perspectiva la razón por la que se da el Espíritu: el bien común.

 

Con la expresión “se llenaron de alegría al ver al Señor” del evangelio de hoy (Jn 20, 19-23) se descubre que también hay fascinación y asombro entre los discípulos.  El maestro irrumpe en su aposento y con el regalo de su paz y el regalo de su aliento -de su Espíritu- elimina todos los miedos que tenían.  También para nosotros las letras del evangelio deberían fascinarnos y asombrarnos ante la implicación de tales dádivas que realiza el Señor resucitado.

 

Cristo, desde el inicio de su vida pública, llama a la conversión y a la aceptación de la buena noticia; envía a sus discípulos a anunciar su palabra a todos los pueblos de la tierra. Así también pide a sus discípulos que no usen muchas palabras al orar como hacen los hipócritas.  Quizás, hoy, bajo la acción del Espíritu necesitaríamos concentrarnos más en el anuncio que en sus formas; más en el contenido que en sus medios y más en la experiencia vivencial que en el conocimiento teórico.  Cuando eso comience a pasar muy seguramente el nuevo ruido del silencio será tan elocuente y sorprendente que estaremos viviendo Pentecostés. Silencio de la criatura, mensaje fascinante de Dios.

 

Cristo en su ministerio pone pan en las manos de los discípulos y pide que los repartan a la multitud hambrienta; así también hace que caigan las piedras de las manos de los sentenciadores inmisericordes.  Quizás, hoy, bajo la acción del Espíritu necesitaríamos concentrarnos más en saciar toda forma de hambre y en dejar de mirar desde los paradigmas legalistas las acciones de los demás.  Cuando eso pase muy seguramente se estarán manifestando nuevas llamaradas de fuego, estaremos viviendo Pentecostés.  Llamas que no dependerán del Cirio Pascual que hoy se apaga, sino de la asombrosa fuerza y acción constante del Espíritu.

 

Cristo regala a sus discípulos un espíritu que perdona los pecados; así también criticó la falsedad de aquellos que liando fardos pesados para los otros no los tocaban ni con un dedo.  Quizás, hoy, bajo la acción del Espíritu necesitaríamos concentrarnos más en el perdón y en la misericordia que en la culpa y en las imperfecciones; más en lo relevante de las obras de bondad que en los mínimos desaciertos; y mucho más en la redención que en la perdición.  Cuando eso comience a pasar, muy seguramente estará soplando un nuevo viento y estaremos viviendo Pentecostés.  Viento que asombrosa y fascinantemente será aliento recreador; y será también, como finaliza la hermosa secuencia de hoy, gozo eterno.

 

P. Ovidio Pérez Pérez

Para El Visitante

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