VI Domingo de Pascua                                                                  

 

La alabanza a Dios es una de esas grandes verdades contenidas en la sagrada escritura y que, quizás, por estar tan preocupados en otros asuntos se nos escapa practicarla con frecuencia. En la liturgia de este domingo descubro en la alabanza un hilo conductor contundentemente presente. La antífona de entrada, con un dramatismo intenso, invita a que, con gritos de alegría, se alabe al Señor que ha liberado.

 

Como nos refiere la primera lectura (Hch 8, 5-8. 14-17) es la misma gran alegría con la que Felipe predicó a Cristo en Samaria y que llenó a toda esa ciudad al ver liberados a paralíticos y lisiados. La oración colecta en su petición de continuar celebrando con intenso fervor la Pascua de Cristo encierra la misma dimensión doxológica. El salmo de esta celebración (Sal 65) es un canto de alabanza que insistentemente invita a la aclamación, a la glorificación, a la admiración, a la postración, a la honra, a la alegría por las cosas admirables que ha hecho el Señor, entre las que se destaca no haber apartado nunca su misericordia. También los pocos versos de la segunda lectura (1 Pe 3, 15-18) el apóstol Pedro los abre con la invitación a glorificar desde el corazón a Cristo el Señor; ese que siendo justo, como el mismo apóstol señala, murió por los injustos, para conducirnos a Dios. Por su parte, la oración para después de la comunión pide que se infunda en nuestros corazones la fuerza de la salvación recordándonos que ese es el motivo de alabanza de todo seguidor de Cristo.

 

La página evangélica (Jn 14, 15-21) podría parecer que nos lleva a aquello que en muchas ocasiones sofoca la alabanza: el cumplir mandamientos. Ciertamente hay que ser cauteloso con poner todo el énfasis en la ley y no en la experiencia del amor. El condicionamiento que Cristo expresa: “si me aman”, hace de su enseñanza una novedosa y totalmente diversa a las costumbres legalistas de los fariseos. Cuando el énfasis es en la experiencia del amor se descubren y se van narrando los motivos que permiten alabar. Si el Antiguo Testamento recuerda constantemente la liberación de la esclavitud y la entrada en la tierra de promisión como motivo de alabar a Dios, en el Nuevo Testamento y con Cristo se tienen los nuevos motivos de la alabanza: El Padre que amó tanto hasta entregar a su Hijo; Cristo que amó hasta al extremo que entregó su vida; el Espíritu que levanta a Cristo de la muerte y que permanece presente en su pueblo.

 

En los avanzados días de Pascua se podría correr el riesgo de perder la euforia inicial de la vigilia pascual. ¡No perdamos la fuerza; contemos las maravillas de Cristo! Por más hostil o réprobos que parezcan algunos, como parecían los samaritanos para los judíos, hay un Espíritu que quiere darse a conocer; como Pedro y Juan sintámonos enviados. Con el salmista contemos las cosas admirables que ha hecho el Señor; requiramos que se le tribute una alabanza gloriosa. En nuestros momentos de oración personal más que recordar nuestros dolores, infidelidades, las incongruencias de nuestras vidas o hasta lo difícil que es la vida, hemos de recordar las grandes y constantes obras que ha tenido el Señor y la oración tendrá un sabor diverso. La celebración de la Eucaristía, que es el culto de alabanza por excelencia que permite rememorar todas las obras que el Padre, en Jesucristo, por medio del Espíritu ha realizado, no la rebajemos a una mera normativa que cumplir. Sino que, desde la intimidad más profunda del corazón, como ha sugerido el apóstol en la segunda lectura, vengamos a glorificarle solo a Él. Y porque nos ha amado primero, vengamos a renovar el amor que le tenemos. Así desde la experiencia del amor aunque el mundo no le vea, como ha dicho Jesús, nosotros sí le veremos. Y como le vemos, entonces, démosle gloriosa alabanza.

P. Ovidio Pérez Pérez

Para El Visitante

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