Ninguna virtud es virtud si no es prudente”, (Santo Tomás de Aquino).

La prudencia es la primera de cuatro virtudes cardinales, luego de ella se encuentra la justicia, la fortaleza y la templanza. El cuarteto es manantial de otras actitudes virtuosas. La prudencia, a diferencia de las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), es una virtud humana. Santo Tomás de Aquino, en continuación de los pensamientos expuestos por Aristóteles sobre la prudencia, la llama la “regla recta de la acción”. Además, el Santo sostuvo que: “Ninguna virtud es virtud si no es prudente”. Es por esto que las demás virtudes tienen como base este principio, este es el caso de la paciencia, la humildad, generosidad y diligencia. La prudencia se adquiere por la educación, la deliberación y la perseverancia.

El Catecismo de la Iglesia Católica, en el núm. 1806, define la prudencia como el “disponer la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlos”. Muchos atarían este don de Dios a la inteligencia, por el requisito de análisis y reflexión de consecuencias. La Real Academia Española define inteligencia como la capacidad de entender y resolver problemas. Pero en definitiva, la prudencia está íntimamente ligada a la toma de decisiones, a la integridad producto de la conexión del proceso: pensamiento, decisión, palabra y acción. Ciertamente, se requiere actividad cerebral para ejercer la prudencia. Como San Agustín dijo: “La prudencia es un amor que elige con sagacidad”. El inteligente no necesariamente es prudente y la historia está repleta de referencias.

Es prudente destacar que la virtud no es un freno, colocarse límites o cualquier actitud relacionada al inmovilismo o a la cobardía. De hecho, los antónimos o antítesis de la prudencia son las actitudes imprudentes, temerarias y negligentes. El afán de intelectualismo y el complejo cartesiano (dudar de todo) son otras distorsiones que amenazan la virtud.

La prudencia se demuestra en actos concretos. Ya lo explicó el Rey Salomón, “el necio muestra enseguida su enojo; el prudente pasa por alto la ofensa”, (Pr 12, 16) y el prudente también disimuló su enojo. En ese sentido la prudencia no dicta qué hacer, sino cómo actuar; manifiesta el proceder justo, recto, adecuado, moderado, prudente y siempre inclinado al bien de Dios, el de su prójimo y el suyo propio. De hecho, esto no se limita a la acción, sino a la buena comunicación, al trato y a los gestos.

El mayor ejemplo de prudencia lo encontramos en Jesús, quien definió lo verdaderamente esencial en la vida: “Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura”, (Mt 6, 33). Cristo clarifica y revela que no se puede ser falso o prudente en apariencias. Esto son actitudes necias y tibias, como la acumulación desmedida de riqueza sin pensar en la salvación, seguir las tradiciones o leyes sin verdadera convicción o justificar comportamientos errados.

El tema de la prudencia aparece en varias parábolas de Jesucristo. Las diez vírgenes están divididas entre prudentes e imprudentes (Mt 25). Las cinco prudentes suplieron sus lámparas con aceite suficiente, se prepararon y anticiparon cualquier contratiempo para el encuentro con el novio. Otra parábola menciona la importancia de la prudencia y fidelidad del administrador que cumple con sus tareas encomendadas por el dueño de los bienes (Lc 12, 42).

Las claves para ejercer la virtud de la prudencia serán: (1) observar determinada situación o circunstancia; (2) reflexionar con claridad de pensamiento, ejercer la empatía, la justicia, el bien y analizar las consecuencias y la información disponible; (3) decidir con rectitud; (4) la integridad de actuar cónsono con lo decidido; (5) comunicar con efectividad.

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