Esta es una historia verídica. Ocurrió en Madrid, a dos hermanos míos, jesuitas recién ordenados pocas semanas antes del gran confinamiento pandémico.  En medio de la crisis, ambos habían decidido ofrecerse a atender a los enfermos llevando la Eucaristía y a oficiar las numerosas exequias que inundaron de luto el mundo. Encontraron resistencia. Pero con ánimo y confianza, consiguieron los debidos permisos de los superiores. Así se lanzaban diariamente al desierto de aquellas calles. Todos sabemos que, aunque solitarias, estaban habitadas por el hambre de consuelo y por la sed de Dios. Escondidas entre el silencio, vivían familias, personas encerradas con miedo y confusión, gente en soledad. No era una tarea fácil. Los dos jesuitas se exponían a multas y a controles incómodos.  Sobretodo se exponían a la incomprensión de muchas personas.

Una mañana, caminaban rápidamente para cumplir su misión. En poco tiempo fueron detenidos por un policía de la ciudad. Era un agente joven, alto y fornido. Se les acercó con firmeza y hablándoles con autoridad les preguntó qué hacían en la calle. Llevamos la comunión a un enfermo. Somos sacerdotes jesuitas, respondieron. El hombre los miró con asombro y se arrodilló. Les dijo: –Por favor, dénme la comunión, aunque sea un pedacito pequeño. Soy creyente, ¡y hace tanto que no recibo al Señor en la Eucaristía! 

Los recién ordenados jesuitas no pudieron negarse a la petición del amable policía. Recibió la comunión entre sollozos de alegría y agradecimiento. Las mejillas de los sacerdotes también se humedecieron. En media de la soledad, el encuentro con Dios se convirtió en una acción de gracias, íntima y compartida. El silencio se transformó gracia y alegría, porque estaba presente el Señor. Los corazones no estarían ya hambrientos. Sólo Él llena el corazón, sólo la Eucaristía sacia nuestra hambre de Dios. Uno de esos dos jesuitas vive en nuestra comunidad de Roma. Aún se emociona contado aquello. Su historia en toda una auténtica provocación eucarística para hoy.

En estos días parece que vamos superando la pandemia. Regresamos a los trabajos, a nuestras iglesias y comunidades parroquiales. Hemos aprendido medidas de prudencia y de seguridad. Pero conviene que no olvidemos cuántas veces no pudimos recibir sacramentalmente el Cuerpo de Cristo, ¡y con cuánta alegría pudimos recibirlo nuevamente! Fue un tiempo duro. Pero también fue un tiempo privilegiado donde el Señor fue preparando nuestras almas para retomarlas con la belleza de su Presencia. Esta pequeña historia de los jesuitas y el policía resume la experiencia de tantos cristianos del mundo. Y nos da claves para que la memoria del corazón celebre con agradecimiento y gozo esta Solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo.

Lo primero es reconocer la necesidad del Señor sacramentado. La experiencia del confinamiento nos demuestra, una vez más, que la vida puede cambiar radicalmente en un instante. Fueron días difíciles de prueba, pero que nos alertaron el corazón hacia Dios. ¿Seguimos añorando a Jesús Sacramentado?  ¿Cómo está nuestro deseo de Él? ¿Preparamos el alma sintiendo esa necesidad íntima de su Cuerpo y de su Sangre? La Eucaristía nos enseña que el verdadero valor es Cristo y que no podemos alimentarnos de otra cosa que no sea Él. Lo demás pasa. ¡Jesús Sacramentado es el Amor de los amores!

Ante ese misterio del amor hay que dejarse sorprender por la Eucaristía. Se trata de ese hondo sentido espiritual de la admiración, tan evidente sobretodo en el texto lucano de los discípulos de Emaús. La sorpresa del regalo inesperado de la sagrada Hostia produce una admiración contemplativa. Fue la experiencia del policía de nuestra historia. ¡Es el Señor que andaba oculto para entre las calles para ir a consolar a los enfermos con su santísimo Cuerpo! Por eso lo reconoce admirado, se arrodilla y le pide que consuele su hambre espiritual. Luego le adora.  ¡Qué escena tan sencilla y consoladora! Así es la sorpresa de Dios: sencilla y honda.  Pidamos al Señor el don de esa sorpresa eucarística para que nuestra alma le adore con admiración y servicio.

La última clave de esta experiencia eucarística en medio de la pandemia que quisiera resaltar es la perspectiva apostólica del Corpus Christi: Jesús que sale nuestro encuentro. Nuestros dos misioneros portaban a Jesús por calles solitarias y silenciosas portando a Jesús Sacramentado. Era una verdadera procesión del Santísimo, sin boato y sin cantos, pero con toda la solemnidad amorosa del Señor que va a encontrarse con los necesitados. En eso es que nos convertimos casa vez que recibimos la Sagrada Eucaristía. El cristiano está llamado a ser una auténtica custodia andante que lleve dentro de sí a Cristo el Señor. Eso transforma la vida de los demás, como le ocurrió a nuestro policía. Alimentarse de Jesucristo sacramentado es convertirse en apóstol. ¿Somos coherentes con aquello que recibimos en la Comunión? ¿Vemos frutos eucarísticos en nuestra vida y en la vida de los demás? Las respuestas pueden validar la profundidad de nuestra relación con la santísima Eucaristía.

Que esta solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Jesucristo, vivida ya en esta llamada “nueva normalidad”, nos alimente la memoria del corazón para agradecerle al Señor la posibilidad de reconocerle, recibirle, adorarle y servirle.  Que nos aumente la admiración agradecida por el regalo de la Eucaristía y que nos transforme en portadores suyos.  ¡Viva Jesús Sacramentado!

P. José Cedeño Díaz-Hernández, S.I.

Pontificia Universidad Gregoriana de Roma

LEAVE A REPLY

Please enter your comment!
Please enter your name here