Visto desde fuera el matrimonio es una mujer, un varón, y unos hijos en una casa.  Visión superficial. Al ahondar, nos encontramos que en esta relación humana laten, al menos, tres niveles. Y es pena que algunos apenas llegan a vivir el primer nivel.  El nivel natural. Hay matrimonio heterosexual, (el único que merece esa palabra ‘matrimonio’), donde un varón y una mujer, de forma libre, deciden convivir, compartir una vida juntos. No es para pasar el weekend en Culebra, eso es fácil.  Hay un compromiso, una palabra de exclusividad, una lealtad mutua. No buscan papeles o apoyo de su familia o comunidad, o porque eso no les interesa, o porque no quieren pagar bodas, o por otros miedos de tipo legal. Algún nivel de compromiso existe, aunque sea leve. Hay seriedad, no jangueo. Es Tarzán y Jane que se encuentran en la selva africana y se meten en la misma cabaña.

Pero vivimos en sociedad. Tarzán y Jane aterrizan en San Juan. Y las acciones individuales conllevan resultados comunitarios. Es bueno que la comunidad legal se comprometa a aceptar y proteger con su ordenamiento legal a esa pareja, que se presentan como una unidad, una célula, importante en la marcha de esa sociedad.  La ley entonces los acepta como familia y les cobija con sus leyes.  Se convierte esa relación en un contrato civil, con derechos y obligaciones ante la ley.  Los encargados por el Estado los declaran así ‘marido y mujer’. Es un segundo nivel. Si son beautiful people se retratarán en el Magazine del Nuevo Día. Y Chita con ellos.

Pero hay un nivel más excelso.  Esos que quieren compartir exclusivamente su vida son creyentes.  Pertenecen al cuerpo de Cristo a través del bautismo recibido.  Es Cristo quien vive entre ellos. Y la comunidad eclesial desea también expresar su aprobación, y suplicar al Todopoderoso dones especiales para cumplir la vida que comienzan.  Y esa vida se convierte en una misión: son consagrados, enviados por la comunidad a enseñarle al mundo que el amor es posible, porque ven que se aman.  Su tarea no es hablar del amor, sino vivirlo en el silencio profundo de todo lo que sucede en un hogar profundamente humano.

Ese nivel ánade algo todavía más hermoso.  Ellos han firmado ante su comunidad un compromiso de dar vida, darse vida, vivir vitalmente en esa sociedad.  No es fácil la tarea.  A veces será como el Quijote luchando con los molinos, que son gigantes.  No pueden ir solos a un mundo donde son muchas las asechanzas para frustrar lo que juraron.  Por eso en la boda firmó el, firmó ella, y firma también Jesús a vivir junto con ellos todo lo que significa lograr matrimonio.  Son ahora sacramento: señal externa de las gracias divinas. Gracias que Jesús les aporta, si es que ellos, con su libertad humana no se oponen. Es un Jesús que estará presente en los momentos de gozo humano de esa relación y en los momentos de dormir dándose la espalda. Cuando las habichuelas blancas les quedan sabrosas, y cuando se queman las coloradas por atender la novela turca. Presente de forma especial en su entrega sexual, que es en ellos donde la sexualidad humana cobra su belleza y sentido.

Jesús quiere aportar su gracia para seguir diciendo que sí, cuando todas las circunstancias y amistades dicen que no se puede.  Es el Jesús del milagro, que convierte en vino de solera donde sólo trajeron agua.  Es la gracia para ver al otro como la presencia del Jesús que nos ama a través de él, de ella.  Es gracia para entender y vivir que esa persona ya no es una más, sino la persona que completa mi vida.  Es la persona donde encontraré el número uno para llenar tantas necedades que sufro como ser humano. Todos valen y ayudan. Solo esta es la persona esencial y primera.  Eso es el matrimonio como sacramento, en su tercer nivel.

 

P. Jorge Ambert, S.J.

Para El Visitante

 

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