En la formación de vida religiosa consagrada, en novicios y estudiantes, era costumbre luego de comidas tomar ‘la quiete’. Quietud, descanso, no te agites, espera un poco. Se conceptuaba de mala salud el seguir trabajando, o irse inmediatamente a la siesta. Claro, la siesta venía luego, gran invento de la cultura hispana que, afortunadamente, ¡ya otros recogen! Y en la quiete era cuestión de juntarse dos o tres a caminar un rato y conversar de manera familiar. Sería diabólico recurrir entonces al ‘Guitarreño’ de Wapa. Como digo, eran tiempos de formación y de vida muy regulada. No había internet, ni celulares, ni apuros automovilísticos “Fast and Furious”. Predominaba Fray Luis de León: “Qué descansada vida la del huye el mundanal ruido…” En séptimo grado, a los que éramos flaquitos o con señales de pobre alimentación, nos mandaban a dormir en juntos camastros, y eso como la asignación de la tarde.
Un peligro que deploramos en el maravilloso avance del mundo tecnológico es la contradicción de que, facilitando de muchos modos el intercambio de mensajes entre humanos, hemos matado la cálida conversación. Me dio rabia, en medio de una lúcida celebración de aniversario, ver a un joven a la mesa con su familia, que conversaba animada, mientras el hundía sus ojos locos en el celular. No es cuestión de regresar en la familia a los cuentos de miedo cuando se iba la luz; sí deseamos esa conversación de sobremesa, a lo intercambio de los sucesos del día. Algo bueno de los apagones, y cuando las lluvias, es resucitar el antiguo parchees, el dominó, o los viejos juegos de mesa.
Los workalcoholics no entienden el mensaje de que de cuando en cuando es bueno perder el tiempo. Porque ellos verán el tiempo de vacaciones como momento de perder el tiempo para producir dinero. El tiempo es oro, se convencen. Más aún, esas vacaciones serán el momento de repostar, como los aviones de combate en medio de su viaje, para alargar las fuerzas para la futura producción. Me emocionaba escuchar a un marido, que había abandonado la atención a su familia por sus ocupaciones, y por sus debilidades, lamentar haber perdido ver crecer a sus hijos en todos esos años. Cógelo suave, pues no por mucho madrugar amanece más tempano.
Familia conocí (no sé si muchos lo puedan lograr) que había determinado un día a la semana para la cena común, en que se apagaban los teléfonos o las emergencias. Es arriesgado hacerlo, pero sería bueno convencer a la familia de que eso es parte esencial de su convivir juntos. El hogar no es un hotel en que cada uno come sólo ante el televisor, o se sepulta en su cuarto para sus actividades preferidas. Es el lugar de los encuentros, y también de los desencuentros, que algo enseñan para el futuro. Sería buena ocasión para practicar el ejercicio de expresión de sentimientos. Se trata de que cada miembro, sin ser interrumpido ni cuestionado por nadie, solo oído, vaya expresando algo positivo y algo negativo que ha surgido últimamente en esa familia. Es su percepción personal, no la verdad. Solo se le oye. No se le cuestiona, ni se le alaba.
Estoy consciente de que no vivimos ya en una cultura agraria, en que la familia se reunía para desgranar el maíz o los gandules en medio de chistes, cuentos, intercambios jugosos de cada día. Ha sido triste, aunque aporta conveniencias, el que la educación de los niños se convierta en pasar horas ante el Zoom, sin el contacto humano tan esencial del maestro, del guía, y la socialización con los amigos. ¡Terminaremos como robots, buscando a veces alguien que nos cargue la batería!
P. Jorge Ambert, S.J.
Para El Visitante