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Su realeza reafirma su amor

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Tú eres Rey

Nos hacemos hoy esa pregunta al celebrar la fiesta de Cristo Rey.  El año litúrgico, es decir, el orden de las celebraciones católicas en un año, termina con “Cristo Rey”.  Sería, entonces, el día de “año viejo”.  El próximo domingo comenzaría el nuevo año de celebraciones con el Adviento, preparación para la fiesta de Navidad.

Terminamos el año proclamando que Cristo es Rey.  Usamos así una imagen, una comparación de menos significado en nuestra actual vida política, que no conoce esos títulos.  Pero nos interesa más el contenido y no la comparación.  Diríamos que Cristo es el Líder, el Señor Presidente, el Jefe Máximo.  Claro, que la palabra añade un detalle: el Rey lo es por nacimiento; el Presidente porque el pueblo lo elige.  Cristo es Rey.  Su grandeza le viene por ser el único Hijo amado del Padre, el Dios hecho carne, a quien le corresponde honor, gloria y alabanza, como lo proclama el Apocalipsis.

Los que conocieron al Jesús histórico le vieron como un hombre ordinario en la apariencia.  Excepcional, sin duda, en sus reacciones sicológicas, en sus gestos, en la profundidad de su doctrina… pero uno más de la raza humana.  Nosotros, personas de fe, afirmamos el contenido divino de aquella personalidad.  Como en la parábola del príncipe mendigo, por encima de la apariencia harapienta reconocemos al Rey.

Cristo también es Rey por conquista.  Se ha apoderado de los corazones con su acción de amor.  Los imperios han invadido territorios ajenos para hacerlos suyos por la fuerza o firmando tratados. Jesús conquista nuestros corazones al liberarnos del pecado, de la muerte y del infierno.

Pero Jesús es, ante todo, Rey por amor.  Porque nos ama ha conquistado nuestros corazones. Por eso es un Rey afable. Los que tienen poder suelen atemorizar, como los poderosos senadores de vistas públicas.  Nuestro Rey no es así.  Su manera de reinar es sirviendo, es amando. Cuando entra el domingo de Ramos a Jerusalén, va montado sobre el humilde borrico, y tolera el gesto como una excepción, simplemente para cumplir la Escritura. Pero, cuando está indefenso en manos de Pilato, en el momento de dolor por amor a la humanidad, reclama su reinado. “Yo soy Rey”.  En un sentido que supera toda comparación. Mi reino no es de este mundo.  Es un reino que supera todas las expectaciones.

Celebrar este día nos pone a examinar de qué modos yo impido o promuevo el Reino de Cristo.  Primero en mí, quitando los impedimentos que no dejan que su gracia se apodere de mí y lo haga el “único y sumamente amado”. Y luego en los demás: cómo coopero para que Él sea conocido y adorado.

Algunas naciones católicas, de forma pública y solemne por medio de sus jefes políticos, aceptaron el señorío de Cristo en su vida pública. Y muchos han plantado monumentos para engrandecerle: desde el Cristo del Corcovado en Río de Janeiro, o el de los Andes entre Argentina y Chile, hasta el que yace en el fondo del mar en el estrecho de Bering.

Pero Cristo busca, sobre todo, corazones que se le entreguen. Resulta trágico que el Cristo de los Andes brota fundido de las armas de esas dos Repúblicas hermanas.  Y que estas prosiguieron después sus amenazas por litigios fronterizos y otros enconos históricos.  Que el Cristo de Río presida una nación donde muchas vidas de niños callejeros se masacraban, o las escopetas recibían a las turbas que, apretadas por el hambre y la miseria, atacaban las tiendas de comestibles.

El reinado de Cristo no se logra meramente con fórmulas piadosas de consagración ante el altar.  Es maravilloso el símbolo.  No es todo. Solamente le proclamarán Rey los que afirmen al hombre nuevo, libre del pecado y del egoísmo; al hombre hermano, dueño de su destino, solidario del otro, responsable ante Dios de su futuro. 

(Padre Jorge Ambert S. J. )

 

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