Misa por Descanso Eterno víctimas de Masacre de Orlando
Catedral de San Juan de Puerto Rico
Viernes 24 de Junio de 2016
Roberto Octavio González Nieves, OFM
Arzobispo Metropolitano de San Juan
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy celebramos la Solemnidad de la Natividad de San Juan Bautista. Esta es una de esas solemnidades que nos toca muy de cerca. Nuestra tierra, nuestra Isla, nuestra Patria, fue bautizada al ser descubierta en 1493 con el nombre de San Juan en honor a San Juan Bautista. De nuestra Arquidiócesis podemos decir que, “Juan es su nombre”; San Juan es su protector y su santo Patrón.
Aunque en 1969 el Papa Pablo VI declaró a Nuestra Señora de la Divina Providencia como la patrona principal de toda la nación puertorriqueña, desde la llegada de la fe cristiana a nuestras tierras hemos estado bajo la protección de San Juan Bautista, el precursor del Mesías, el hombre, como dijo Jesús mismo, más grande nacido de mujer; el hombre quien no solo reconoció la divinidad de Jesús al momento del bautismo, sino que lo reconoció cuando aún se encontraba en el vientre materno de Isabel al saltar de gozo, lo reconoció sin verlo, sin hablarle. Como decía San Agustín: “Luego, al llegar Santa María, salta de gozo en el vientre y saluda con sus movimientos a quien no podía con la palabra” (Sermón 291).
Este día, no tan solo es celebrado por los puertorriqueños y puertorriqueñas de aquí, sino por los puertorriqueños y puertorriqueñas de la diáspora; esos millones de compatriotas nuestros que no es que se hayan ido de Puerto Rico, sino que se lo han llevado en sus corazones, en su cultura, en la música y en la manera de vivir la fe, especialmente, su devoción a San Juan Bautista.
Y parte de nuestro pueblo ha hecho de Orlando, Florida, un lugar privilegiado para mudarse, para vivir su vida, para lograr sus sueños de progreso, felicidad y bienestar. Ese nombre, “Orlando”, nos trae a la memoria una ciudad muy querida por los puertorriqueños. Sin embargo, desde el pasado 12 de junio, Orlando tiene un nuevo significado: nos recuerda el terror, la violencia, el odio, la matanza de personas inocentes. De las 49 víctimas asesinadas, 23 eran puertorriqueños. También entre los heridos se encuentran hermanos y hermanas puertorriqueños.
Como ha dicho el Papa Francisco, esto es una manifestación de locura homicida y de odio insensato. Hechos que deben provocar en todos sentimientos de condena, dolor, preocupación, repudio y consternación. Este ataque contra personas gay, lesbianas, bisexuales, transgénero o transexuales, o contra personas que se encontraban en una discoteca gay no tiene justificación alguna, ni religiosa, ni legal, ni social. Es un ataque más a la dignidad humana, pues la dignidad de cada persona no puede estar condicionada a ningún hecho o prejuicio. Todos y todas somos sagrados, dotados de dignidad inviolable por ser hijos e hijas de Dios.
La Iglesia desde hace décadas nos pide evitar expresiones ofensivas y de acciones violentas contra las personas homosexuales y nos pide respeto por los demás. En octubre de este año se cumplen 30 años de la carta sobre la atención pastoral a las personas homosexuales de la Congregación para la Doctrina de la Fe en la que se nos dice a los Obispos y a los católicos que: Es de deplorar con firmeza que las personas homosexuales hayan sido y sean todavía objeto de expresiones malévolas y de acciones violentas. Tales comportamientos merecen la condena de los pastores de la Iglesia, dondequiera que se escenifiquen. Revelan una falta de respeto por los demás, que lesiona unos principios elementales sobre los que se basa una sana convivencia civil. La dignidad propia de toda persona siempre debe ser respetada en las palabras, en las acciones y en las legislaciones.
El odio, la violencia, las injusticias, las persecuciones, la intolerancia no son actitudes cristianas, sino que se oponen al Evangelio mismo. Los cristianos y cristianas estamos llamados a poner el amor ante el odio, la paz ante la violencia, la tolerancia ante la intolerancia, el consuelo ante el dolor, el bien ante la maldad y la oración en todo momento.
Hoy oramos por el descanso eterno de las personas fallecidas y pedimos que el Señor los acoja en su misericordia infinita. Oramos por las víctimas heridas, por los familiares, por los seres queridos, por todos aquellos que han sido traumatizados por esta tragedia, especialmente, por los habitantes de Orlando. Oramos por las personas que albergan en sus corazones el odio, la intolerancia, el prejuicio y sentimientos de sembrar el terror, especialmente a personas inocentes, para que sus corazones puedan experimentar la gracia de la conversión.
San Juan Bautista, nuestro santo patrón, cuya natividad celebramos hoy, también fue víctima de odio y de capricho; fue víctima del odio, del poder político, por la manera de vivir su fe. Él también perdió su vida por el odio y el prejuicio. Y Juan nos señaló hacia Cristo anunciándolo como, “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29). El odio, la muerte, la violencia son esos pecados del mundo que Jesús vino a quitar. ¿Cómo los quita? Con su Palabra que nos invita al amor, a la reconciliación, a la paz, a la vida, a la conversión, a un amor preferencial por los pobres y marginados.
Juan, cuya natividad nos alegra, como alegró a su comarca, una vez se describió a sí mismo como “la voz que clama en el desierto” (Jn 1, 23). ¿A qué tipo de palabras le daba Juan su voz? ¿A las palabras de odio, de violencia, de venganza, de injusticia? O, ¿a las palabras de conversión, de enderezar nuestros caminos? Nosotros y nosotras, las personas que nos atrevemos a llamarnos cristianos y cristianas, debemos ser únicamente la voz de la Palabra Eterna que es Jesús. Decía San Agustín: “Juan era la voz; el Señor, en cambio, la Palabra que existía en el principio. Juan es la voz temporal; Cristo, la Palabra eterna que existía en el principio. Quita la palabra: ¿en qué se convierte la voz? Cuando nada significa, es un ruido vacío. La voz sin palabra golpea el aire, pero no edifica el corazón” (Sermón 293).
Hoy también es momento de reflexionar a qué palabras nosotros le damos voz. Como cristianos y cristianas no podemos darle voz a palabras que hieran, que dividan, que humillen, que generen violencia, que laceren la dignidad humana, que difamen o lleven el chisme que tanto daño hace. Como cristianos y cristianas estamos llamados a darle voz a palabras de amor, de consuelo, de reconciliación, de paz, de unidad, de solidaridad, que incentiven el bien común, la cultura de la vida humana desde su concepción y la cultura del encuentro. “Ámense los unos a los otros como yo les he amado” (Jn 13, 34), como nos ha dicho Nuestro Señor Jesucristo.
Oremos, queridos hermanos y hermanas, para que, imitando a San Juan Bautista, seamos siempre precursores del Mesías, voz de la Palabra Encarnada y amantes de la verdad insobornable sobre la dignidad de cada ser humano.
Que sus almas y las de todos los fieles difuntos descansen en paz. Amén.