Hoy no se habla tanto de santidad. Y me refiero a esa inquietud personal que años atrás, solía escucharse de vez en cuando. Era como una ilusión tenue, pero aún cierta. Se decía: “Yo no quiero ser santo, solo me conformo con salvar mi alma”. No se identificaba santidad como la única alternativa en la vocación bautismal. Con la renovación espiritual de la Iglesia, a raíz del Concilio Vaticano II, hoy en día es más común el enfoque en la santidad de ese llamado a la conversión continua.

En la piedad popular, el pueblo creyente todavía se aferra a la devoción de los santos. Tienen un santo para cada necesidad. De hecho, la fiesta del Día de todos los Santos es observada y celebrada con regularidad. Desde la cultura pueblerina, cada uno de nuestros pueblos tiene un santo como patrón. Era la tradición de los primeros colonizadores de consagrar cada villa, cada pueblo a algún santo que fuera guardián y protector de sus habitantes.

Una de las prácticas mejores conocidas por el pueblo, eran los almanaques que los negociantes acaudalados, regalaban como publicidad de su negocio. Cada mes, detallaba el nombre de un santo para cada día. Muchos años atrás, ese santo determinaba el nombre que se le daba al recién nacido ese día.

No ayudaba a la motivación de aspirar a la santidad, la costumbre de los autores sagrados de describir la vida de los santos en términos extremados. La austeridad de vida, la penitencia y rigidez, la piedad ejemplar en la vida de los santos, inspiraban, pero no motivaban a creer que el creyente común y corriente, pudiese lograr tal grado de perfección. Muy pocos autores, si alguno, incluían en el relato, las limitaciones, tentaciones y pecadillos que pudiesen haber afligido a los santos. El angelismo en estos era más característico, que el humanismo innegable que los identificaba.

En contraste, si se tomara en cuenta una posible espiritualidad más equilibrada, podría motivar con mayor efectividad al pueblo creyente.  Esta sería una experiencia de fe, que considerara que la gracia santificante no flota en el aire, si no encarnada en lo especial y peculiar de cada bautizado.

Esta precisamente es la que el monje benedictino, Anselm Grun, actualmente enseña en más de sus 300 libros espirituales. Se le ha llamado: Una espiritualidad desde abajo, ya que identifica la santidad como un diálogo con Dios desde el fondo de la misma persona. El lugar donde se origina su teología no es en lo arcano del misterio Trinitario, pero en lo ordinario y maravilloso del amor del Padre encarnado en Jesús. La humanidad, ya redimida y transformada, del bautizado es donde nace la obra y efectividad del Espíritu Santo. Desde allí abajo es que se desarrolla toda virtud y grandeza.

Debería ser gran consolación, aprender que la condición humana no es el lugar donde Satanás anda suelto, como todavía algunos enseñan y predican. Pero en la convicción de que el ser humano es profundamente amado por Dios. Tan predilecto, que encarnó su propio Hijo en esa mismísima condición humana (Jn 3, 16). Obviamente, el superar una doctrina fatalista que desacredita al creyente como el pecador perenne, no se cambia de inmediato. Nos hace mucho bien el escuchar al Papa Francisco en su Evangelii Gaudium, #3, cuando nos dice: “Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia adelante!”.

La doctrina cristiana que llegó con los primeros colonizadores, estaba saturada por la herejía de los albigenses del siglo XIII. Esta proponía con insistencia el dualismo entre el bien y el mal. El ser humano es víctima de una maldad que lo controla y domina. Como tal, su condición es irreparable. El castigar la carne, el repudiar el placer es la vía única a la purificación personal y a la santidad. De ahí, la creencia común que “Dios castiga” a los que se desvían de la gracia.

Una espiritualidad desde abajo, no es otra cosa que un intento de aplicar a modo concreto, las consecuencias de la Encarnación. Ese “tanto amó Dios al mundo” (Jn 3, 16) es la clave para que todo bautizado se sienta privilegiado. Nadie puede negar el amarre de su pecado. Cierto, pero nadie tampoco puede negar las consecuencias del Cristo Dios y Hombre, que se arropó con el pellejo humano, y mató la muerte. De ahí, la convicción del Apóstol Pablo: “Porque el pecado no tendrá dominio sobre ustedes, pues no están bajo la ley sino bajo la gracia”, (Rom 6, 14).

Es atrevimiento hablar de la santidad a plazos cómodos. Pero así es como nos llega la vida del Espíritu, cuando nos convencemos de que somos buenos. A plazos cómodos es cuando pagamos la deuda del pecado, con lo que somos y la manera que somos. La convicción del potencial de gracia, de amor, de la verdad, de la grandeza que vive en nosotros, es la alternativa ideal para la alegría del Evangelio, que disipa la continua amenaza de nuestro pecado.

(P. Domingo Rodríguez Zambrana, S.T.)

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