En la primera lectura de I Reyes, Elías huye de la reina Jezabel, que lo quería matar por él haber probado que el verdadero Dios es Yahveh, Dios de Israel. Elías se siente ansioso con ganas de morir, pero Dios acude en su auxilio.
En la Carta a los Romanos, se lamenta Pablo, que el pueblo de Israel no aceptó a Jesucristo como el Mesías.
San Mateo nos presenta uno de nuestros pasajes favoritos, no sólo por lo dramático sino también porque tiene tanto que decirnos a nosotros: el encuentro entre Jesús y Pedro en medio del Mar de Galilea.
“¡Sálvame, que me ahogo!”, es una de las expresiones que nosotros los cristianos utilizamos en los momentos de aflicción, cuando sentimos que todo se no viene encima, que no tenemos respuesta o salida, y que el único que nos puede ayudar y/o salvar es Dios. Esta exclamación nuestra tiene su origen en el Santo Evangelio de hoy, y las demás lecturas nos dan más luz acerca de este pasaje.
¿Cuál es el trasfondo de la primera lectura de hoy? Elías huye de la persecución a muerte de la Reina Jezabel, después de haber dejado en evidencia y mandar castigar delante de todo el pueblo a los más de cuatrocientos profetas y sacerdotes del dios falso Baal. La teofanía del Monte Carmelo, en la que Dios se manifiesta como fuego que viene del cielo y que devora las ofrendas puestas por el profeta Elías, debió ser uno de los momentos más triunfales del Profeta. Sin embargo, se convierte en un fracaso porque la reina Jezabel, furiosa, manda a matar al Profeta. Elías se refugia en la cueva de una roca del Monte Horeb, deseándose la muerte por su supuesto fracaso, pero Dios lo reconforta. Ahí Dios se le manifiesta en una suave brisa. Nosotros muchas veces buscamos momentos de triunfalismo y que, bajo los estándares de este mundo, salgamos victoriosos. Pero Dios muchas veces permite el fracaso, para ser Él, no nosotros, el protagonista y ensenarnos que, en las aparentes derrotas, Dios saca una victoria.
Dios nos enseña en la desesperación, el Evangelio da cuenta de ello. Recientemente, estuvimos un grupo de peregrinos en Tierra Santa, y nos quedamos en el hotel que los Legionarios de Cristo levantaron en el pueblo de la Magdalena, Magdala, a orillas del Mar de Galilea. De noche, el Mar se veía negrísimo y tenebroso, a pesar de las luces de los faros eléctricos de los pueblos a orillas del Mar. Así que en tiempos de Jesucristo era más negro aún. Uno entonces, se puede imaginar el terror de los Apóstoles en medio de ese mar, de noche, con tremendo oleaje, y esa cosa tenebrosa que iba pa’ encima de ellos. Jesús, comprendiendo el terror que tenían, los tranquiliza. Ante la invitación del Señor, Pedro se tira, pero al sentir que estaba en medio del mar, le da el frío olímpico y empieza a hundirse. El hecho de que sigamos a Cristo no significa que nuestros problemas se acaban sino al contrario, las pruebas, los ataques del Maligno, etc., nos azotan como una tormenta. Cuando nos dejamos hundir por ellos significa que no hemos puesto nuestra mirada en Jesús. Pero Él está, en medio de la obscuridad de la noche, con su mano tendiéndola hacia nosotros.
Padre Rafael “Felo” Méndez
Para El Visitante