El Papa Francisco en su Mensaje para la Jornada Mundial de las Misiones 2020 nos pregunta: “¿Estamos dispuestos a ser enviados a cualquier lugar para dar testimonio de nuestra fe en Dios, Padre misericordioso, para proclamar el Evangelio de salvación de Jesucristo, para compartir la vida divina del Espíritu Santo en la edificación de la Iglesia?”.
Antes de apresurarnos a responder a esa pregunta creo que es necesaria, en el tiempo actual, una renovada conciencia de que, como obispos, estamos llamados a ser “custodios” del tesoro de la fe que se nos ha enviado a anunciar1. No hemos nosotros “creado” la fe, sino que es un tesoro preciosísimo que se nos ha dado el don y privilegio de “custodiar” o “cuidar”. No como el siervo inútil que escondió el tesoro bajo la tierra (cf. Mt 25,18), sino para multiplicarlo en frutos de evangelización misionera.
Podemos profundizar en este punto si dirigimos la mirada sobre lo que significa ser custodios de la fe, considerando los siguientes ejemplos:
-Moisés2, custodio del tesoro de la alianza de Dios con el pueblo de Israel, recibió los Diez Mandamientos en el encuentro con Dios en el monte Sinaí. Es, a través de esa contemplación del rostro de Dios en Jesucristo, como cuando Moisés vio las espaldas de Yahvé, que podemos conocer cuál es la voluntad del Padre, pues la verdadera Justicia es hacer la voluntad de Dios3. El pasar de Dios por nuestras vidas en efecto nos transforma, como transformó a Moisés. No podemos hablar de evangelización o de misión, de llevar ese tesoro que Dios nos entregó, si no es desde “el monte” del encuentro con Dios, desde donde podemos descender “transformados” a Su Imagen, para reflejar ese “pasar” de Dios por nuestras vidas. Todavía recuerdo claramente cuando, en su mensaje a los que habíamos completado el curso para nuevos obispos en el año 2007, el Papa emérito Benedicto XVI nos invitaba a ser “hombres de oración”4. Esa es la indispensable preparación para la misión. ¿No es ese acaso el deber de los apóstoles? Nos lo enseña el libro de los Hechos (6, 4): “nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra”. Y, como afirma el Papa Francisco, se trata de una oración “mediante la cual Dios toca y mueve nuestro corazón, nos abre a las necesidades de amor, dignidad y libertad de nuestros hermanos, así como al cuidado de toda la creación”.
-María, Arca de la Nueva Alianza. Mirándola a Ella podemos reflexionar sobre la pregunta del Papa: “¿Estamos prontos, como María, Madre de Jesús, para ponernos al servicio de la voluntad de Dios sin condiciones (cf. Lc 1,38)? Esta disponibilidad interior es muy importante para poder responder a Dios: ‘Aquí estoy, Señor, mándame’ (cf. Is 6,8). Y todo esto no en abstracto, sino en el hoy de la Iglesia y de la historia”. En medio de este camino sin señales
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1cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, “Para promover y custodiar la fe” (Prefacio) Gerhard L. Müller, Prefecto. Ciudad del Vaticano, 19 de marzo de 2015: “Los pastores de la Iglesia, que tienen la misión de anunciar la palabra de la salvación recibida en la Revelación divina, tienen el deber de custodiar íntegramente el depósito de la fe que les ha sido confiado por Cristo”.
2cf. Joseph Ratzinger / S.S. Benedicto XVI, “Jesús de Nazareth” (pp.27-30).
3cf. Joseph Ratzinger / S.S. Benedicto XVI, “Jesús de Nazareth” (pp. 184-185).
4Discurso del Santo Padre Benedicto XVI a Ciento Siete Obispos Nombrados en los Últimos Doce Meses.Castelgandolfo, sábado 22 de septiembre de 2007.
evidentes sobre cómo hacer presente a Jesucristo en tiempos de pandemia, miramos la entrega total de María a la voluntad del Padre. Es una disponibilidad a lo que Él quiera. No caben las agendas personales, intereses o ideas de lo que “debe” ser la fe, ni el “reinventar” la fe a nuestra propia imagen. El Papa nos llama a “remar juntos”: Juntos, sí, pero también en la misma y única dirección: la que nos marcó Cristo, el único “capitán”, y que ha sido revelada en las Sagradas Escrituras y la Tradición de la Iglesia.
Se trata de la escucha a la voluntad de Dios y tener la disponibilidad para cumplirla. Se trata de llevar ahora dentro de nosotros ese tesoro eucarístico que nos transforma desde adentro pero que, debemos insistir, no lo “creamos” nosotros, sino que es obra del Espíritu Santo, que obra como quiere. Como lo hizo en el seno purísimo de la Virgen María. Allí, sólo Ella puede custodiar nuestro mayor Tesoro, alimentando y cuidando Su cuerpo, al igual que nosotros debemos alimentar nuestro espíritu. Pues, “de lo que rebosa el corazón habla la boca” (Mt 12, 34).
El Papa Francisco nos recuerda en su mensaje: “Esta llamada viene del corazón de Dios”. Así que podemos afirmar que la respuesta tiene que venir también del corazón del llamado. Por lo tanto, cabe preguntarse: ¿en todo lo que hacemos a través del ministerio episcopal nos mueve el amor? ¿Es el amor a las almas el que nos urge a evangelizar? No olvidemos que “amor saca amor”, como decía Santa Teresa (Vida 22, 14). Solo cuando la misión brota del corazón, se llega al corazón del otro. Como obispo, ¿puedo decir que así como la Iglesia es “sacramento universal del amor de Dios para el mundo”, también yo soy “sacramento del amor de Dios” en todo lo que digo y hago? Es un gran reto cuando lo consideramos desde la experiencia de nuestras miserias personales, pero nos conforta saber “que Dios siempre nos ama primero y con este amor nos encuentra y nos llama”… ¡y nos hace capaces!
Resulta muy alentador reflexionar sobre tres verbos citados por el Santo Padre, que, invertidos en su orden, nos sugieren interesantes consecuencias prácticas: “compartir, servir e interceder”. Primero, como obispos “interceder”, es decir, orar por el rebaño que nos ha sido confiado, como ya hemos recordado antes. Segundo, “servir”. Servir y no ser servidos. Muchas veces el ejercicio de nuestro ministerio episcopal puede enfrentar las tentaciones de la comodidad, los privilegios, la vanagloria. Y, tercero, “compartir”. Entendido no sólo como dar de lo que tengo, sino darme, por entero, con generosidad. “Hasta que duela”, decía Santa Teresa de Calcuta. De nuevo, fijemos nuestra mirada en la Virgen María. A Ella primero la encontramos en oración, sintonía y comunión con Dios en Nazaret. Luego, sale a servir a su prima Isabel y allí compartirá la gran noticia recibida y proclamará las grandezas del Señor.
Mucho fruto tendrá también para nuestro ministerio reflexionar sobre otro punto del mensaje del Papa Francisco: “La imposibilidad de reunirnos como Iglesia para celebrar la Eucaristía nos ha hecho compartir la condición de muchas comunidades cristianas que no pueden celebrar la Misa cada domingo. En este contexto, la pregunta que Dios hace: «¿A quién voy a enviar?», se renueva y espera nuestra respuesta generosa y convencida: «¡Aquí estoy, mándame!» (Is 6,8). Dios continúa buscando a quién enviar al mundo y a cada pueblo, para testimoniar su amor, su salvación del pecado y la muerte, su liberación del mal” (cf. Mt 9,35-38; Lc 10,1-12).
Como pastores debemos preguntarnos cómo hemos de responder a ese “¿A quién voy a enviar?”; sobre todo en este tiempo de pandemia. Hablamos de una “Iglesia en salida” y ¿cerramos nuestros templos?; de una Iglesia “hospital de campaña” y ¿tenemos miedo de ir a ungir a los enfermos? De igual modo, esta pandemia nos lleva a pensar en la escena del paralítico de Betesda (cf. Jn 5). ¡Cuántos miles, aún con la vuelta a la celebración de las Misas presenciales, permanecen todavía al borde de la Piscina de Betesda, imposibilitados de poder entrar al agua y recibir la sanidad! Aquél paralítico llevaba 38 años deseando poder entrar al agua cuando el ángel del Señor bajaba a agitarlas, pero la realidad de su salud le hacía imposible poder llegar. Pero Jesús no pasó de largo, Él no olvida a ninguno. No olvida a todos aquéllos que todavía participan de la Misa a distancia, viendo como el “ángel del Señor” se hace presente en los templos, a donde ellos, por la pandemia, no pueden entrar. A ellos se dirige la mirada compasiva de Jesús, que sanó a este paralítico aún sin haber entrado al agua en la piscina.
Reflexionemos además sobre las palabras de Jesús: “¿Quieres sanar?” (Jn 5,6); “Levántate, toma tu camilla y anda” (Jn 5,8); “Ahora estás sano, pero no vuelvas a pecar, no sea que te suceda algo peor” (Jn 5,14).
Ésa es nuestra misión en medio de esta pandemia. Hacer presente a Jesús en las periferias, “bajo los pórticos”, donde yace “una multitud de enfermos, ciegos, cojos, tullidos y paralíticos” (Jn 5,3), en espera de la presencia de Dios. Pero no basta con el “estás sano”. Como profetas de la Verdad debemos seguir denunciando el pecado, con ese “no vuelvas a pecar”. Hoy Jesús, a quienes nos dio la potestad de perdonar los pecados por la fuerza del Espíritu Santo, nos pregunta: “¿Qué es más fácil decir: ‘Quedan perdonados tus pecados’, o: ‘Levántate y anda’?” (Mt 9,5). Una vez más, Jesús nos responde con claridad: “Sepan, pues, que el Hijo del Hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados” (Mt 9,6).
Con esta pandemia “nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa”, pero el mensaje de Jesús no ha cambiado. ¿Sabemos estar siempre abiertos a las “sorpresas de Dios”, como nos invita el Papa Francisco? Estas sorpresas siempre nos llevarán a poder alcanzar a esas periferias por modos siempre nuevos, para liberar a los hombres y mujeres de hoy de la esclavitud del pecado.
“En esta barca, estamos todos”. Estamos todos, cierto, pero no todos de la misma manera. Hay diversidad de llamadas, de carismas y ministerios. Por eso, es importante evitar la “clericalización” de los laicos y la “laicización” de los clérigos. No todos tenemos que hacer todo, pero sí lo que nos corresponde. Como ministros del Señor, no podemos dejar de hacer lo que Jesús nos mandó: “bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19); “A quienes perdonen los pecados, éstos le son perdonados” (Jn 20, 23); y “hagan esto en memoria mía” (Lc 22,19).
Que la Virgen de Guadalupe nos ayude a poder hacer lo que Jesús nos diga, para cumplir con la misión y poder ser como Él: “Amor en un movimiento perenne de misión, siempre saliendo de sí mismo para dar vida”, renovando en nuestro corazón la alegre respuesta: “Aquí estoy, Señor, mándame”.
Mons. Daniel Fernández Torres
Obispo de la Diócesis de Arecibo