Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento vemos rasgos importantes de lo que significa ser padre. Comenzando con el Génesis, al contemplar el relato de la creación vemos cómo Dios, Padre creador, va poco a poco preparando para nosotros, los seres humanos, un hogar: un lugar donde tendremos todo lo que necesitamos para vivir, trabajar y amar. En ese lugar, no nos abandona, sino que permanece pendiente de cada uno de los pasos del hombre. Nos dice la Biblia que: “Dios se paseaba por el jardín”. Ante el deseo del hombre de querer conocer el bien y el mal, y trasgredir su única norma, Dios responde con un castigo, pero también con una promesa que se realiza en Jesús, verdadero Dios y verdadero Hombre. Por medio de Jesús nos descubre su infinito amor.

La imagen de Dios, no se limita a la de ser un proveedor, es un padre que se preocupa por el bienestar espiritual de sus hijos. Es un padre dulce y suave, características que muchas veces asociamos con la maternidad. Leemos en el libro del profeta Oseas: 11, 1-4: “Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Pero cuanto más lo llamaba, más se alejaba de mí; ofrecían sacrificios a los Baales y quemaban incienso a los ídolos. ¡Y yo había enseñado a caminar a Efraím, lo tomaba por los brazos! Pero ellos no reconocieron que yo los cuidaba. Yo los atraía con lazos humanos, con ataduras de amor; era para ellos como los que alzan a una criatura contra sus mejillas, me inclinaba hacia él y le daba de comer”.

Dios es también un padre justo. Leemos en 1 Juan 1, 9: “Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos los pecados y para limpiarnos de toda maldad. Su justicia se convierte en misericordia. Es un padre presto al perdón. Pero también Dios es un padre exigente, como se relata en la parábola de los talentos. ¿Qué exige Dios de nosotros? Dios nos pide que vivamos a su altura, que seamos su imagen. Para esto, tenemos que llegar a conocerle, íntimamente. Jesús nos invita a lograr esa cercanía con Dios: “Ni a mí me conocéis ni a mi Padre. Si me conocieras a mí, conocerías a mi Padre”(Jn 8, 19). Por medio de su hijo, Dios nos enseña el camino para cumplir con esta exigencia.

En su pedagogía, Dios nos demuestra que para llegar a ser un padre, hay que primero aprender a ser un hijo. Es así como se constituye un conjunto de relaciones interpersonales, dentro de una familia. Nos dice el Papa San Juan Pablo II en su encíclica Familiaris Consortio (15), que es de esa forma como toda persona humana queda introducida en la «familia humana» y en la «familia de Dios», que es la Iglesia. Esa relación filial nos lleva a todos a ser hermanos. La característica principal de esta familia, es la unión en el amor divino. Esa unión se hace realidad en nuestro entorno comunitario y social. Nos convertimos en dadores de nosotros a los demás. Somos capaces de trascender los intereses particulares en la búsqueda del bien de todos. Demostramos solidaridad, respeto a los derechos de los otros, establecemos las bases de una convivencia pacífica.

Ser padre implica constituir una familia en la que se desarrolle la capacidad de amar y perdonar. Es crear la conciencia en los hijos de que ellos serán los padres del mañana. Ser padre es ver en nuestros hijos todo su potencial y guiarlos, para que asuman responsabilidad sobre sí mismos y para con los otros. Ser padre es dar a conocer a nuestros hijos el mejor ejemplo: un Padre lleno de bondad y misericordia, justo y exigente, como nuestro Padre celestial.

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Nélida Hernández
Consejo de Acción Social Arquidiocesano
Para El Visitante

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