El pasado mes de marzo los sacerdotes de la diócesis de Ponce estuvimos de ejercicios espirituales dirigidos por Monseñor Lorenzo Vargas, sacerdote en la Arquidiócesis de Santo Domingo, RD. En una de sus meditaciones, cuando reflexionaba sobre el “Reino de Dios”, narró la experiencia de haber conocido aquella señora viuda, creyente y devota que no se congregaba, ni siquiera los domingos, ni participaba de manera especial en ningún asunto de la parroquia, pero que no dejaba de hacer el bien: Había criado unos cuatro huérfanos y las puertas de su casa estaban abiertas para todos aquellos que desde las distintas partes del país tenían que venir a la ciudad para citas médicas o distintos asuntos y, necesitando alojarse, sabían que en esa vivienda serían bien recibidos. Contundentemente el predicador señaló: Ahí, en esa casa de puertas abiertas, no cabe duda, está presente el reino de Dios.
El texto de la primera lectura (2 Rey 4, 8-11.14-16) presenta una casa de puertas abiertas para el profeta Eliseo. Una mujer pudiente que pone sus bienes al servicio de aquel que considera un hombre de Dios. Una mujer cuya caridad no queda sin recompensa; pero también una mujer cuya caridad es más relevante que hasta su propio nombre. En el evangelio (Mt 10, 37-42) también Jesús sugiere una acogida de puertas abiertas para el que es profeta sólo por ser profeta; para el que es justo solo por su justicia y para el pobre solo por ser su discípulo. No hay adornos que disipen o hagan oscura la relevancia de las pequeñas obras de genuina caridad. El apóstol en la segunda lectura (Rom 6 3-4.8-11) afirma que por el bautismo se nos ha hecho semejantes a Cristo injertándonos en su pasión. Ese día se nos abrieron las puertas de la iglesia y fuimos incorporados en ella (cfr CIC 1267) como piedras vivas (cfr CIC 1268). A Cristo sepultado no lo retuvo su muerte, sino que las puertas del sepulcro se abrieron, de modo que quien se hace bautizar se hace semejante a un Cristo de puertas abiertas inundado de luz; a eso se refiere el apóstol cuando, también, dice que Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria de Dios y ya no volverá a morir.
El salmista (Sal 88), por su parte, no solo aclama jubiloso la misericordia del Señor, sino que, de una manera especial, lanza la invitación a caminar a la luz del rostro del Señor. Entiendo que la respuesta a esa invitación la daremos cuando nuestras puertas se abran no pensando en los beneficios, sino solo en el que necesita, así estaremos comportándonos como los hijos de la luz que refiere la oración colecta de este domingo. Las puertas cerradas oscurecen y la misma oración colecta pide que vivamos fuera de las tinieblas.
Cuando nuestras puertas se abran no a los poderosos o influyentes, no a los que nos garantizan conexiones en empresas, oficinas o gobiernos, tampoco a los que suben nuestro rank social, sino a los que desde su dolor comprometen nuestros medios porque los necesitan, creo que habremos comenzado a perder la vida por el Maestro y, en su lógica, perdiéndola es que se gana. Cuando abramos nuestras puertas, como la viuda de la que nos habló el predicador del retiro, y nuestras habitaciones sirvan, sin mucho reparo, de albergue y techo para los transeúntes, habremos comenzado a recibirle a Él, y recibiéndole a Él recibimos a quien le envió. Cuando desde nuestras repletas alacenas y desde nuestros frigoríficos de primera marca entendamos que, en la lógica del Maestro, vaciándonos nos llenamos, comenzaremos a repartir provisiones y frescos vasos de agua. Entonces no nos entristecerá más el oscuro encierro, sino que nos regocijará el que habrá llegado a nuestras vidas el resplandeciente reino de Dios.
P. Ovidio Pérez Pérez
Para El Visitante