Hace pocos días una joven japonesa llegó al Museo del Prado de Madrid. No era una visitante cualquiera. Era distinta a ese montón de turistas perdidos que arriban a esa “milla de oro del arte”. Llegó a primera hora del día, sin ningún acompañante. Entró decidida y firme.
Sabía lo que buscaba. Después de varias horas de recorrido, sin haber hallado la pintura de su interés, los vigilantes del Museo la encuentran llorando desconsoladamente. “¿Qué buscas, por qué lloras?”, le preguntaron los vigilantes. La pregunta tuvo que ser traducida al japonés, gracias a una de las curadoras del Museo.
Respondió: “Busco el cuadro de la Virgen Inmaculada”. Le dijeron que no era posible, porque estaba siendo restaurado, como hacen normalmente con las obras de gran valor. Aquella respuesta provocó un llanto aún más fuerte. Decía: “¡Por favor, quiero verla, déjenme verla, necesito verla!”. Le dicen que es imposible, que a los turistas no se les permite la entrada a los laboratorios. Y fue entonces que la joven japonesa les contó la razón de su insistencia.
Hacía años, presa por los golpes de la vida, destrozada y encontrándose hundida por muchos problemas personales, tomó la decisión de quitarse la vida. Quiso suicidarse en una fecha específica. Pocos días antes fue a visitar una exhibición de arte en su ciudad, Osaka. Sería una despedida del mundo. Al entrar, se dio de frente con el cuadro maravilloso de la Inmaculada Concepción de Murillo. Quedó tan impactada por la belleza de la pintura que dijo: “Si en este mundo hay cosas tan hermosas como este cuadro, merece la pena seguir viviendo”. Era como si los ojos de la Madre de Dios le hablaran de vida, de belleza, de alegría.
Aquellos ojos de la Inmaculada de Murillo le produjeron tal emoción que le dieron fuerzas para no tirar la toalla. Tras 13 años, viajaba a Madrid y quería volver a ver aquel cuadro que cambió y salvó su vida. De ahí sus lágrimas. Es obvio que las autoridades del Museo Real del Prado le dejaron ver nuevamente esos ojos maternales de la Virgen Inmaculada.
¿Qué tenían esos ojos de la Virgen? ¿Qué belleza misteriosa de la mirada de María Santísima habían ahuyentado sus propósitos de muerte? La respuesta está en la noche santa en la que Cristo venció a la muerte.
Los ángeles le comunicaron a la Magdalena una afirmación misteriosa: “Él no está aquí, ha resucitado”. ¿Dónde estaba Jesús en ese momento que retrata el Evangelio? ¿Qué andaría haciendo? El evangelista dice que se aparecieron esos ángeles, pero del Jesús Pascual… no lo han visto aún. ¿Dónde está el Señor? ¡Pues estaba con su Madre! ¡Estaba visitando a su Madre! San Ignacio de Loyola, es quizás, el único santo que lo percibe con toda naturalidad: “La primera persona a la que Cristo Resucitado se le presentó fue a su Madre…”. Y eso no lo mencionan los Evangelios, porque no había necesidad, ¡es lo más normal!
Esa es la clave para entender la conmoción de vida que nos deja contemplar los ojos purísimos de la Virgen María. No solo fueron los primeros ojos que admiraron a Jesús recién nacido, también fueron los primerísimos ojos los que descubrieron la belleza sin igual de esta noche. Por eso cambiaron la vida de la joven japonesa de nuestra historia. Ellos nos enseñan a contemplar la vida desde la Resurrección. Es una óptica nueva y gozosa, tan distinta a los vacíos que nos ofrece el mundo.
Lo primero es la limpieza de alma porque permite ver lo bueno. Lo sabemos por el libro del Génesis, ¡y vio Dios que era bueno! La Virgen no tenía tiempo para hundirse en la más profunda de las tristezas. Aún frente al cuerpo de su Hijo muerto ¡Ella sabía del poder del Padre Eterno! No caía en la crítica ácida ni en la culpabilización. Sus ojos maternales miraban a Jesús y por eso brillaron de alegría cuando se le presentó el Resucitado.
La mirada de la Virgen era una mirada pascual. Y una mirada pascual que desnuda de tristezas a la gente. No es casualidad que el propio Apóstol Juan “la recibiera en su casa”, porque los ojos de María le sanaban el corazón. Seguramente hizo lo mismo San Pedro. Él había lavado sus ojos con lágrimas para que la Virgen se los enjugara con el brillo de sus ojos. A nosotros nos hace falta este tipo de mirada que descubre a Jesús sobretodo en los demás y en los momentos de dificultades.
Y luego, los ojos de la Virgen son ojos de fe. La mirada de la fe es la que sabe maravillarse de las obras de Dios. Si Moisés y su pueblo se admiraron del paso del Mar Rojo, la Madre de Dios los superó gozando en vivo y en directo de la absoluta belleza de su Hijo vestido de luz, triunfante sobre el abismo de la muerte.
La Virgen supo buscar a Jesús desde su oración en su casa y en su propia realidad sufriente, sí, pero llena de esperanza infinita. Jesús resucitado es la belleza que nos saca de nuestras miradas mediocres y tantas veces sucias. Y Él preparó la mirada de su Madre la Virgen para que, si nos dejamos mirar por Ella, nos sacudamos por dentro y lo recibamos a Él.
P. José Cedeño Díaz-Hernández, S.J.
Para El Visitante