Para el cristiano todo poder es dádiva de Dios. Él es el dueño absoluto, que nos invita a custodiar su creación (Gn 2, 15). Nos dice el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia Católica: “…como Dios ha creado a los hombres sociales por naturaleza y ninguna sociedad puede conservarse sin un jefe supremo que mueva a todos y a cada uno con un mismo impulso eficaz, encaminado al bien común, resulta necesario en toda sociedad humana una autoridad que la dirija; una autoridad que, como la misma sociedad, surge y deriva de la naturaleza, y por tanto del mismo Dios, que es su autor”. En su Encíclica Inmortale Dei, el Papa León XIII señala que por designio de Dios, existen dos tipos de poderes legítimos: el poder eclesiástico y el poder civil. Cada uno de ellos tiene su propia esfera de acción, pero ambos persiguen el bien de la persona: uno el bien de las cosas temporales y el otro la salvación de las almas (ID, 6).

Cuando se abusa en el ejercicio del poder, se da la corrupción. El tráfico de influencias, el soborno, la extorsión y el fraude son algunas de las prácticas de corrupción, que se ven reflejadas en acciones, como entregar dinero a un funcionario para ganar una licitación o pagar una dádiva para obtener un servicio. Mediante estos actos se obtienen beneficios particulares, ya sea para el que ostenta el poder o en beneficio de terceros. Todos los implicados, tanto el que da, como el que recibe, en un intercambio de favores, son culpables de corrupción.

La corrupción puede ocurrir en el ámbito político, dentro de organizaciones privadas o inclusive eclesiásticas. En todo caso es un acto reprobado por la ley de Dios, ya que nace de la codicia y del egoísmo, dos graves pecados. Afecta a la sociedad a tal grado, que el Papa Francisco ha llegado a identificarle como una plaga social, un cáncer, que genera gravísimos problemas y crímenes que implican a todos (Introducción de la obra escrita por el cardenal ghanés Peter Tuckson, Corrosione, 2017). La Asamblea General de las Naciones Unidas, el 31 de octubre de 2003, adoptó un tratado para prevenir y combatir la corrupción política, reconociendo que esta obstaculiza el crecimiento económico y el desarrollo de los pueblos, socava la confianza pública, la legitimidad, la transparencia y entorpece la elaboración de leyes imparciales y eficaces.

En Puerto Rico, la Ley 2 de 2018 (Código de Anti corrupción), señala como actos de corrupción política, los siguientes: uso indebido del poder público para conseguir una ventaja ilegítima, generalmente de forma secreta y privada; el uso ilegítimo de información privilegiada y el patrocinio. También constituyen actos de corrupción los sobornos, el tráfico de influencias, las extorsiones, los fraudes, la malversación, la prevaricación (decisiones arbitrarias), el quid pro quo, el compadrazgo, la cooptación (cubrir vacantes con las mismas personas que eligen los candidatos), el nepotismo (empleo de parientes, amigos o allegados), la impunidad y el despotismo. La Ley establece procesos, sanciones y penalidades que intentan prevenir la corrupción en el ejercicio de la función pública.

El Catecismo de la Iglesia Católica afirma, que la razón de ser de la autoridad política es procurar el bien común (CIC, 1903). La corrupción política contraviene el bien común y origina desigualdad. El Papa Juan XXIII aclara que: “El derecho de mandar constituye una exigencia del orden espiritual y dimana de Dios” (Pacem in Terris, 51). La corrupción constituye la usurpación del poder legítimo para fomentar fines particulares. Para prevenir este mal, el Papa Francisco nos exhorta a: “Trabajar todos juntos, cristianos, no cristianos, personas de cualquier fe y no creyentes, para combatir esta forma de blasfemia, este cáncer que destruye nuestras vidas”. ■

(En la segunda parte de esta serie de artículos nos referiremos con más detalle a las exhortaciones del Papa Francisco en torno al tema.)

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Nélida Hernández
Consejo de Acción Social Arquidiocesano
Para El Visitante

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