(Homilía del  Día de los Padres en la Catedral San Juan Baustista del Viejo San Juan)

Quisiera comenzar nuestra reflexión felicitando a cada uno de nuestros padres en su día; felicito a todos los abuelos, padrinos y tíos porque también participan en la vocación paternal del hombre. Este día nos permite compartir y revalorizar el verdadero y más profundo sentido de la paternidad humana como Don indispensable del Creador de la humanidad.

Por su parte, la liturgia de hoy nos propone dos breves parábolas de Jesús: la de la semilla que crece por sí misma, aún cuando el sembrador duerme y la del grano de mostaza (cf. Mc 4, 26-34). Son  parábolas que dice Jesús, tomadas del mundo de la agricultura, para el Señor mostrarnos el reino de los Cielos, o mejor dicho, el reino de Dios.

En estas dos parábolas Jesús hace hincapié en el aspecto misterioso del crecimiento, un crecimiento que no es puramente humano ni natural, sino que trasciende a lo espiritual.. El Reino, primeramente nos dice Jesús, se parece a la semilla que siembra el campesino y que luego crece sin que nadie sepa cómo en la oscuridad de la tierra. Pero crece y termina dando su fruto. Da lo mismo que el sembrador duerma, la riegue, o esté en vela, comoquiera, llegará el momento en que lo único que tendrá que hacer será recoger la cosecha.

La segunda de las parábolas nos dice el Maestro que el Reino se parece a la semilla de mostaza, la más pequeña de las semillas, pero que luego se hace tan grande que hasta los pájaros del cielo se cobijan en la planta que sale de aquella semilla. También el Reino crecerá hasta acoger a todos los hijos e hijas de Dios sin excepción.

En un mundo, que exalta lo grande, que casi siempre se fija en lo poderoso, en lo ostentoso, comparar, como lo hace Jesús, la inmensidad del reino de los cielos con la pequeñez de una semilla, pudiera parecer hasta ofensivo y hasta degradante. Sería como decimos en buen boricua, “comparar chinas con botellas”. Por eso es que san Juan Crisóstomo, uno de los grandes padres de la Iglesia, allá para el siglo IV (347-407) decía: “¿Hay algo más grande que el reino de los cielos y más pequeño que un grano de mostaza? ¿Cómo ha podido Cristo comparar la inmensidad del reino de los cielos con esta pequeñísima semilla tan fácil de medir? Pero si examinamos bien las propiedades del grano de mostaza, hallaremos que el parangón es perfecto y muy apropiado” (Homilía 7, [atribuida]: PG 64, 21-26).

Para este gran santo, Cristo era el grano de mostaza, Cristo era el reino de los cielos en persona. Jesús que tomó la pequeñez de un grano de mostaza en la encarnación, un grano sembrado en el huerto del pesebre, un grano luego, un “grano de mostaza, bajado del madero y depositado en el huerto (del sepulcro), que germinó en la resurrección y desde entonces, ha ido creciendo extendiéndose poco a poco hasta cubrir toda la tierra con sus ramas, mediante la evangelización.

También esa semilla de la que nos habla el Evangelio de hoy es figura de la vida en familia, que se da con los hijos e hijas con que Dios ha bendecido a la familia. Cada hijo, cada hija es una semilla plantada en el huerto familiar. Y, me gustaría, aprovechando la celebración del día de los padres, reflexionar un poco sobre la más noble de toda paternidad, la paternidad con rostro y corazón cristiano.

Un padre con corazón genuinamente cristiano nunca deja de ver a sus hijos e hijas como una bendición de Dios. Ve en sus criaturas un proyecto de Dios de la cual él es un artesano y no un verdugo. Que va moldeando esa criatura a imagen y semejanza de Dios, con el amor, la paciencia y la misericordia; con los sacramentos, con el testimonio, con el sano desvelo, y con una entrega sin límites y sin mezquindad, una entrega a imitación de la paternidad de Dios, a quien siempre llamó a su hijo, Jesús, a su amado, en quien siempre se complace.

Viene a mi memoria unas palabras del Papa Francisco, relacionada con la paternidad de San José. Decía el Papa: “Y (José) llevó adelante la paternidad con lo que significa: no solo sostener a María y al Niño, sino también hacer crecer al Niño, enseñarle un oficio, llevarlo a la madurez de hombre. ‘Hazte cargo de la paternidad que no es tuya, es de Dios’. Y esto, sin decir una palabra. En el Evangelio no hay ninguna palabra dicha por José. El hombre del silencio, de la obediencia silenciosa”(Ref. homilía 18 diciembre 2017).

Como a San José, al padre cristiano, Dios también le pide lo mismo: tomar la paternidad con seriedad, con responsabilidad; una paternidad para hacer crecer a los hijas e hijas, hacerlos crecer con honestidad, con sentido de justicia, con respeto, hacer crecer a los hijos e hijjas con un buen testimonio del esposo que ama la fidelidad.

Como a San José, el evangelio pide a cada padre cristiano, a hacerse cargo de una paternidad con mucha alegría, de esa que brota de un corazón paternal que sabe que es un colaborador de Dios en la formación de esa vida humana.

El evangelio también enseña y aconseja a aquellos padres cuyos hijos se han extraviado. Les enseña con otra parábola, la del hijo pródigo, la del padre misericordioso, como se le quiera llamar. El padre cristiano llora a sus hijos e hijas extraviados, los espera, no con odio, ni con recriminaciones, sino con alegría y amor. Puede estar molesto, decepcionado, pero con un amor que lo supera todo. Una verdadera paternidad ama sobre todo, perdona porque ama y espera por el milagro de retorno, que no es otra cosa que el milagro de la conversión.   Igualmente esto se puede aplicar a un padre o a un sacerdote esposo pródigo y vuelve a la casa arrepentido. Se sincera uno con el pero la misericordia nos pide que le abramos las puertas de la casa, las puertas del corazón.

En Puerto Rico nunca debemos perder ese sentido tan cristiano de la paternidad. Sentir a ese hijo y a  esa hija como semilla de Dios, sentir que esa vida es sagrada, que tiene una dignidad dada por Dios, sentir que es una paternidad que no desaparece con la mayoría de edad, o con una separación o divorcio, sino que es una paternidad como la de Dios, por siempre, sin condiciones, con misericordia, con ternura.

Que veamos a cada hijo, a cada hija como un grano de mostaza sembrado por Dios en el huerto de tu familia y de tu alma. Hagamos de cada familia un huerto bien regado para que sea un anticipo del reino de los cielos aquí en la tierra. Y, que cada hijo, cada hija sea frondoso en la fe y en el amor. 

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