Muchas parejas me han utilizado en una u otra ocasión como paño de lágrimas en sus tribulaciones matrimoniales. En realidad, ese es mi oficio, aunque a veces me cargue más de la cuenta.  Pero me pregunto, ¿y a mi quién me oye en mis traumas y desilusiones? Pues en esta ocasión me van a oír, o mejor, a leer.

 

 Desde luego, sigo convencido de que esta labor nuestra en los talleres de Renovación Conyugal vale la pena.  Si no, ya la hubiera dejado hace tiempo. Una pena, sin embargo, me rotura el alma. ¿Por qué las parejas van tranquilamente acumulando polvo del camino, y solo buscan algo fuera de ellos cuando la situación está color de hormiga brava? ¿Por qué tan pocos manifiestan deseos reales de crecimiento y aprovechamiento espiritual en su misión de “casados ante Dios”? ¿Por qué tantos reaccionan solo en emergencias, y entonces los demás tienen que abandonar lo que sea para salir corriendo como la Defensa Civil a librarles de la inundación repentina?  Esto lo pienso al examinar las muchas ocasiones en que la pastoral familiar ha preparado valiosos encuentros y talleres con esa idea: la de crecer. Y la respuesta ha sido muy débil.

 

Tal vez la razón sea que descuidamos la salud para ir corriendo a Emergencia cuando ya no aguantamos el dolor, y lo mismo en cuanto al crecimiento de la misión familiar.  Es medicina remedial porque estamos en las últimas, y no la medicina preventiva. Hoy somos mucho más afortunados que nuestros abuelos. Hoy existen múltiples consejeros para orientarnos en las diversas coyunturas que explotan en la relación de familia.  Se produce también múltiple literatura, en librerías o en la moda actual del internet, que la pareja podría aprovechar para comentar y aplicar en su marcha de construir un mejor hogar. Es como el gimnasio o las dietas saludables, que son eficaces, pero si te animas a meterte en ellas.

 

Examino lo escrito y me siento como el pobre Jeremías predicándole a los judíos de su tiempo que no busquen salvación en otros pueblos, sino en la alianza con su Dios, Yahveh. No quiero sentirme acomplejado ante los predicadores TV y los hermanos de las carpas quienes, con supuestamente menos feligresía, logran maravillas especialmente a la hora de conseguir los fondos para su obra. Me gustaría más sentirme como el que predica que es hijo del Rey y, por tanto, debe vivir como príncipe…  

 

No hablo tanto de conseguir el apoyo económico que necesita el vivificar las diferentes actividades de crecimiento que inventamos para nuestra feligresía católica. Es el gozo de saber que la buena nueva del matrimonio se escucha, se amplía, se vive en la realidad del día “municipal y espeso”. Es sentir la alegría de que la vocación de crear hogares cristianos se toma en serio por los que sintieron la llamada a ese estado de vida. La mayor parte de nuestro pueblo creyente se encuentra en esa situación. Mayor razón para mostrarle la cara al mundo de que entendemos y vivimos esa realidad humana de una forma que admira, ilumina, asombra a los alrededores. Y si es una vocación tan importante, mayor razón para acrecentarla y avivarla.  

 

A los religiosos y sacerdotes nuestras reglas nos imponen dedicar varios días al año para evaluar cómo van nuestras fuerzas espirituales, nuestras motivaciones, qué logros o debilidades se manifiestan en el camino.  Opino que lo mismo deberían conseguir nuestras parejas. Y eso tanto como individualmente, en genuina autocritica, que, como pareja en el diálogo respetuoso y amoroso, para agradecer los logros e identificar los fallos. Probando es como se guisa; evaluando es como se progresa.  Reaviva tu matrimonio. Haz de tu matrimonio algo diferente.

 

 P. Jorge Ambert, S.J.

Para El Visitante

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