(Quinto de varios)
Las grandes tareas, las nobles, las que duran, exigen espíritus fuertes. “De los cobardes no se escribe nada”, dice la gente. Para lograr un matrimonio pleno y duradero hace falta espíritu de acero. Y hay mucho hierro cola’o como los juguetes de postguerra.
Es indudable para mí que muchas parejas fracasan por no tener caparazón de tortuga. Van con un pellejito endeble a una tarea de peón caminero; un bebé
expuesto al sol de Ponce. Pero para estar casados fructuosamente hay que llevar pantalones corduroy y sayas bien puestas. Tener sentido de cruz. No soy de los que piden del cónyuge cara de mártir: la mujer sumisa y sufrida, vejada increíblemente, que crea por lo mismo en el otro un egoísmo descomunal. En situaciones así la sumisión no puede ser la única alternativa; por salud mental hay que considerar otras. No obstante, lo contrario es más común en la generación actual: poco sentido de lucha y de paciencia.
“Lo que vale cuesta”, dice el refrán. Y Jesús lo expresa con palabras definitivas: “Quien quiera salvar la vida, la perderá; quien la pierda por mi causa, la salvará”. Porque la cruz, asumida con alegría como parte de la experiencia conyugal, es lo que autentica la obra de Dios. La vida de Jesús, la existencia encarnada de Dios en la tierra, queda frustrada si se le quita la cruz. Así en el matrimonio: concebido sin cruz, ansiado solo y siempre como relación hedonista, no es cristiano, no refleja a Jesús. Pero es que tampoco es humano, porque ninguna relación humana se da sin el roce del dolor. Lo otro no es sino coincidencia de dos egoísmos. Concebido así el matrimonio, no extraña que fracase.
Es mi convicción que la pareja que logra niveles intensos de comunión, llega a ello después de situaciones pacientemente toleradas. Un adulterio, superado por el arrepentimiento de un lado y el perdón generoso del cónyuge, es frecuentemente el pivote hacia un verdadero matrimonio. Un hijo enfermo o muerto, una enfermedad del cónyuge, asidos como parte de esta única experiencia de familia, es la diferencia entre el matrimonio, cuna de egoísmos, y el real, proyectado por Dios.
Por la cruz se va a la luz. Nuestra generación joven tiene un problema: que le hemos ahorrado problemas. Son jóvenes que no han pasado hambre; que han nacido con agua, luz y carro; que posiblemente han tenido padres ansiosos por evitarles responsabilidades “para que no sufran lo que yo sí”. Pero la vida también es desilusión y fracaso; muchas situaciones se han de resolver dando pechuga para comer muslo; el número uno, el vencedor, es anormal que siempre lo sea yo. Y de esto se trata cuando hablamos de matrimonio. Fracasan parejas cuando no están abiertas con alegría a esta realidad tan de todos los días. “Muchos siguen a Jesús hasta el partir del pan; pocos hasta el calvario”, dice el Kempis. Y la plenitud llega hasta ese monte de dolor y victoria.
Padre Jorge Ambert, SJ
Para El Visitante