En el mundo religioso he notado que la palabra “discernimiento” está de moda. No lo señalo como una crítica; lejos de mí esa intención. Sin embargo, cuando el ansiado discernimiento tiene mucho de racional, de emociones y, hasta, de negaciones, sucede que nos aleja de la confianza debida en Dios. Si el mismo partiese de una ratificación en la fe podría, entonces, ir por buen camino.
Me resulta grandemente llamativo cómo en la primera lectura (Sab 2, 12. 17-20) hay un proceso de discernimiento por parte de los impíos que, inconscientemente, evidencian la fe de los que son creyentes: ellos afirman que Dios los protegerá y los librará de sus enemigos; que los visitará en los momentos de tormentos y tribulaciones. Son las mismas ratificaciones de fe que el salmista (Sal 53) convierte en poesía: Dios es mi defensa; Él presta atención a mis súplicas; es mi ayuda y sostén. Sería maravilloso que estas aseveraciones fuesen los puntos de partida de todo proceso de discernimiento.
En la segunda lectura el apóstol Santiago (St 3, 16—4, 3) establece cómo es la verdadera sabiduría y contrapone toda ambición, toda envidia, toda guerra y, hasta, toda mala petición. Quizás, sin quererlo, plantea los puntos precisos para un verdadero discernimiento religioso. En el trozo evangélico Jesús empuja a sus discípulos a discernir dónde realmente están sus intereses. Y es que, mientras Él hablaba de entrega, ellos hablaban de importancia; mientras Él hablaba de servicio, ellos hablaban de puestos; mientras Él hablaba de muerte y resurrección, ellos hablaban de grandezas. El discernimiento los debe llevar a colocar en sus deseos de importancia al Padre; en sus aspiraciones a puestos, el último lugar; y para su sed de grandezas, la pequeñez de un niño. Por esto es que el evangelista deja claro que los discípulos no estaban comprendiendo.
Se les dificultaba comprender cómo es que muriendo se vive; todavía a nosotros hoy se nos complica entender cómo se puede vivir un cáncer terminal, una tragedia familiar o una tormenta particular con una sonrisa de esperanza en el rostro; con la mirada capaz de trascender la materialidad y con el corazón plenamente confiado en el Dios que sostiene todo. A los discípulos se les dificultaba comprender cómo para ser el primero hay que colocarse en el último lugar; entre nosotros hoy sigue siendo un reto no aspirar a pleitesías, a títulos, a escaños, ni a tratos especiales. Vivir más serenos por lo que nos iguala y menos centrados en lo que nos divide. Las enseñanzas de Jesús no van por un camino sin estructura o anárquico, sino que pretenden comunicar que ante Dios todos somos iguales. Por eso enseña que las relaciones interpersonales del cristiano no pueden ser de dominación, sometimiento o interés, sino que, siempre, serán de servicio.
A los discípulos se les dificultaba comprender cómo es que recibiendo a un niño se recibe al mismo Dios omnipotente; para nosotros hoy continúa suponiendo un desconcierto el pensar que lo más importante de la vida no son los triunfos alcanzados o reconocimientos dados, sino que los más importante sigue siendo la candidez en el corazón que permite amar en libertad y sin distinción. A los discípulos se les dificultaba comprender cómo abandonando todo, se gana todo; a nosotros hoy nos sigue costando confiar más en la providencia y aceptar la invitación de vender todo y dar el dinero a los pobres. A los discípulos se les dificultaba comprender cómo es que se puede amar al enemigo; para nosotros hoy el que podamos vivir sin ansias de venganza y sin resentimientos para quienes nos han hecho mal continúa siendo desconcertante. Sigue suponiendo ser un misterio indescifrable cómo se pone la otra mejilla, cómo se niega uno mismo y cómo, en silencio, se abraza una cruz. Sí… es muy posible que hoy sigamos como los discípulos: “sin comprender”. Entonces… nos queda mucho por discernir.
P. Ovidio Pérez Pérez
Para El Visitante