Nadie tiene que pensar para respirar. De hecho, se puede pensar por qué se puede respirar. Así es cómo el oxígeno nutre las neuronas del cerebro. Inmersos en el medioambiente de su cultura, el ser humano, repite patrones de comportamiento que se aprenden a través del proceso de socialización. Se piensa, se respira y se actúa, desde la conciencia colectiva que identifica al ser humano. Se habla de la “mentalidad boricua”, de la “mentalidad anglosajona” y así por el estilo de cada pueblo, formado en su pensar y sentir por una cultura determinante. Esa “mentalidad” se refiere a la peculiaridad irrepetible de cada grupo humano.
Según las Naciones Unidas, existen 232 millones de migrantes que impactan hoy por hoy la villa global. El intercambio y convivencia pluricultural es inevitable. Ese se convierte en el escenario ideal para poner a prueba la caridad mandataria del Evangelio de Jesucristo. En general, no es difícil para la mayoría de los cristianos, vivir la piedad y devoción que fluyen de las creencias religiosas. Lo que no es tan fácil es vivir ese “ama a tu prójimo como a ti mismo”, tan bien conocido por todos. Usualmente, la gran nación norteamericana, se gloría de su promesa de lealtad que incluye la frase, One nation under God, o sea, “Una nación bajo el cuido de Dios”. Lo que altera esa opción de vivir bajo el cuido de Dios, es todo el individualismo, materialismo y consumismo que tiende a bloquear la conciencia de la caridad.
Pero no es justo señalar el fenómeno de la indiferencia religiosa solo en EE.UU. Es la situación que se vive prácticamente, en el mundo entero. Dicen que es consecuencia de la modernidad. Es ahí donde se puede caer en el simplismo argumentando de que “el mundo le ha dado la espalda a Dios”. Ese tipo de explicación fatalista, exonera al cristiano de su responsabilidad bautismal.
Cierto, ante la modernidad y tecnología cibernética, el ser humano corre el riesgo de caer en su propia “deshumanización”. Se desfasa su dignidad y se convierte en un engranaje más de la maquinaria que gobierna la sociedad. Es ahí donde el Evangelio sigue siendo como “el trigo que crece entre cizaña” (Mt. 13, 24).
Lo señalado ha sido solo un trasfondo donde fundamentar la experiencia descarada del racismo y los prejuicios raciales que se van dando esporádicamente a través de la nación. El pueblo Negro, los Hispanos indocumentados, todo aquel cuya fisionomía lo delata como extranjero, se han convertido en los nuevos indeseables de la nación norteamericana. Parece ser que es toda una explosión de sentimientos reprimidos por los últimos 8 años, mientras una familia negra, se convirtió en la familia presidencial con residencia en la Casa Blanca. La asfixia del racismo está afectando y amenazando todo el bien común de la cacareada democracia.
Antes de que caigamos en un juicio de lo inapropiado y atrevido de estos señalamientos, sería recomendable una mirada interior que ayude a cuestionar actitudes y posturas personales. La ironía de lo detestable del racismo, es que todo ser humano es afectado por la plaga del prejuicio racial. Por supuesto, unos más que otros. Es propio de la naturaleza humana, crear expectativas de lo que debe ser la vida. Esta se aprende con los acondicionamientos que identifican su propia cultura y sus peculiaridades. Se da el fenómeno entonces, de lo que es conocido como el etnocentrismo. Esa es la tendencia de juzgar la vida de aquellos de otra cultura y raza, desde lo que es normativo en su propia realidad humana. De ahí, lo dicho anteriormente, de que todos de alguna manera, somos afectados por el prejuicio racial. Todos viven la vida desde lo conocido y familiar. Todos crean expectativas injustas de cómo otros deberían de comportarse.
Aversión suele ser la reacción espontánea ante lo desconocido. Eso es parte de la ley natural. La necesidad de preservar la seguridad personal. Se agrava la relación intercultural, cuando el extranjero desconocido representa un grupo humano cuya reputación o imagen ha sido juzgada denegadamente. Unas facciones físicas, un modo particular de vestir, lo que sea diferente y delate una etnia desconocida, tiende a causar reacciones de ansiedad. Añádase a esto, toda la complejidad del carácter, personalidad e inseguridad de la persona que se siente amenazada por alguien poco familiar.
El racismo no se hereda. Es un comportamiento aprendido desde el medioambiente del hogar, del entorno, que impactó los años tiernos de la infancia. No tiene que ver con la madurez psicológica, que pudiese ser afectada por las convicciones distorsionadas adquiridas en el proceso de desarrollo. Se perjudica todo el proceso de socialización saludable, cuando figuras de autoridad, personajes célebres, individuos prominentes en el ámbito de lo sagrado, desacreditan su integridad con comportamientos racistas. Insinuaciones, chistes, comentarios con matices de prejuicio racial respecto a algún grupo étnico, son sutiles y descaradas expresiones que matan la reputación. En eso todos podrían hacer un buen examen de conciencia, pues más allá del ingenio de la carcajada, está la penosa herida de la falta de caridad.
En tiempos de Cristo, el racismo fue algo muy pronunciado. El rechazo de la mujer, de los publicanos, de los impuros por cualquier razón, era común. Peor todavía, desde la dimensión religiosa, se justificaba. Cristo fue criticado, rechazado y crucificado, porque se atrevió a desafiar ese sistema de práctica religiosa.
¡Alerta, la asfixia del racismo perdura hasta hoy!
(Domingo Rodríguez Zambrana, S.T.)