“Cada día que amanece -decía Pemán- hay en mí una cana más y una verdad menos”. Es que al madurar con los años relativiza uno pensamientos o acciones que en un momento consideró imprescindibles. Las canas nos dulcifican. Pero hay verdades que, aun entendiéndolas con más profundidad, en el fondo permanecen las mismas. Los cristianos somos seguidores de Jesús que se definía como ‘Camino, Verdad y Vida’. A esa Verdad, que él es, le debemos lealtad. Con esa verdad es forzoso ser intolerantes. Porque él es quien habla, y “donde manda capitán…”.
Esto lo aplicamos a las verdades recibidas, y oficialmente presentadas con fuerza en nuestra comunidad eclesial, sobre la realidad matrimonial. No cabe duda de que Jesús quería que esta relación fuese monogámica, y como compromiso de por vida. Al matrimoniarse la pareja se compromete a compartir, como un nuevo ser, toda la vida. El compromiso se pierde cuando esa vida se pierde. Jesús dijo: “Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”. Sin duda, podemos afirmar ante ciertas parejas, y ciertas situaciones de profundo desastre, ¿“y a estos los ha unido Dios?” Es la pregunta que los Tribunales Eclesiásticos se ocupan de conterstar para tranquilidad de conciencia de algunas parejas. Y creemos ciertamente en esto. Como también creemos que el Señor buscará otros medios para contestar correctamente la pregunta. El papa Francisco así lo ha reflexionado.
No me es fácil comprender por qué nuestros hermanos separados, tan literales en la lectura de la Biblia al entenderla y practicarla, ante esta voluntad de Jesús, o no hacen caso, o pasan la página, o sencillamente se consideran inmediatamente exentos de su verdad. Comprendo el esfuerzo, sobre todo cuando nos encontramos dolores genuinos en tantas parejas que no pudieron progresar, a pesar de sus deseos genuinos de lucharlo. Admitiendo la debilidad humana, y el deseo de acompañar ese dolor, no podemos negar la verdad recibida. Es claro que esa fue la enseñanza de Jesús (Mt 19: 6; Mc 10: 6-9). Pues, como repiten: “dos y dos son cuatro, aunque lo diga un loco; o lo niegue Galileo”.
Jesús es Verdad, pero también es Vida. Vida que siempre ofrece su gracia como fuerza divina, un plus adicional para superar circunstancias humanas. Tristemente no todos acogen esa gracia. Pero el Jesús que adoramos sigue predicando suavemente: “Vengan a mí los agobiados y cargados con el peso de la vida, que yo los aliviaré”. Si decimos con el antiguo adagio: “Soy amigo de Platón, pero más amigo de la verdad”, también habrá que salvar la proposición de Platón. La misericordia de nuestro Dios sigue en operación, mucho más ante las dificultades reales humanas de muchos al aplicarse literalmente su doctrina. Recordaba yo la escritura que habla de la bendición paterna de Isaac, que le tocaba a Esaú, pero que Jacob se la robó. Una vez dada, Isaac no tenía reversa, pero dio una segunda bendición, más corta, más llevadera, menos oficial, que amansó los gritos y lágrimas de Esaú.
Dios es bueno. Y nadie sabe más lo que hay en la olla que la cuchara que lo menea. Decidamos, con la gracia divina, ser fieles a la letra, pero reconocemos que la presencia divina no se agota en la letra. El Padre del hijo pródigo no lo abofeteó con improperios, cuando aquel se arrodilló arrepentido y aprendida la lección. Celebró lo que pasaba en ese momento, no la sinvergüencería de antes. La samaritana, que ya había pasado por seis maridos, fue la que recibió un mensaje de profundo consuelo de parte de Jesús. El leproso agradecido fue un descartado, no los nueve fieles devotos del pueblo escogido. Cornelio, soldado romano, invasor en ese país, recibió el Espíritu Santo antes que el mismo Pablo. Y Pablo se sintió aplastado por la presencia del Resucitado cuando iba furioso a acabar con los que lo adoraban. Seguiremos en el esfuerzo por ser fieles a la verdad, intolerantes, pero nunca olvidando la Vida, y la misericordia.
P. Jorge Ambert, S.J.
Para El Visitante