Oscar Rivera, OSB

 

En este año santo, dedicado por el Papa Francisco a la misericordia, conviene recordar las obras de misericordia, corporales y espirituales Y particularmente una de las espirituales: enseñar al que no sabe. En ella descollaron los franciscanos y el Maestro Rafael, arraigado en la espiritualidad del pobre de Asís.

En 1810, al cumplir los 20 años abrió una escuela en su hogar Rafael Cordero Molina. En 1891, celebrando los 100 años del nacimiento del Venerable Rafael, Federico Asenjo se preguntaba: “Pero ¿qué conocimientos tenía el Maestro Rafael para dedicarse a la enseñanza?”. Y asimismo se respondía: “Ningunos  gracias a que, mediante los esfuerzos propios de su carácter, pudo aprender a leer, escribir, las cuatro reglas de la Aritmética y la Doctrina cristiana; y mucho era para una época que no existía más que una escuela incompleta en la Ciudad”. Y proseguía: “Quizás en su afición a las letras y merced a las costumbres morigeradas [moderadas] de toda su vida, su adolescencia y su juventud las consagró a la lectura de los libros que le proporcionaran en los conventos”. A lo que añadía otra posibilidad: “tal vez su inteligencia despejada adquirió, a la lumbre de esos libros, el amor de la enseñanza, como el único medio de disolver las nieblas de las ignorancia en que yacía sumida la clase social a que él pertenecía”. Y don Federico, hombre conocedor de la teología católica, advierte además: “puede que, en los transportes de caridad en que ardía su corazón, concibiera el pensamiento de cumplir la obra de misericordia que nos manda enseñar al que no sabe, ya que otra cosa no podía hacer por la humanidad desvalida, a falta de recursos para ello”.

Podemos decir que todas las anteriores como si respondiéramos a un examen, pues la afición a las letras y al aprendizaje le venía en las venas africanas y se cristalizó en la ayuda de las órdenes religiosas que le respaldaron en su deseo de superación. La orden franciscana le guió al Evangelio de la misericordia el que sigue el joven Rafael: “Enseñar al que no sabe”, porque como dice don Federico, esa dedicación era para “satisfacer las apasionadas aspiraciones de su alma que lo llevaban siempre a hacer el bien a su prójimo”. Y así: “Sin pretensiones de ningún género y sin esperanzas para el porvenir, porque una y otra cosa rechazaba la humildad de su corazón, se dedicó a enseñar lo poco que sabía. Federico Asenjo. Octubre, 19 de octubre 1891. “El Maestro Rafael”.

Asimismo en el mencionado homenaje J.M. Arnau Gravidez celebra ese mismo precepto evangélico (o la virtud de enseñar al que no sabe) cumplido por el Venerable Rafael, agregando que no es una virtud cualquiera sino que es “la virtud humana más difícil de poseer”. Aclara que es la más difícil porque es la más grande. “Y aquellas virtudes más grandes, son las menos comunes entre los hombres”. Subraya Arnau Gravidez: “Enseñar al que no sabe, es dotar al alma de la brújula del sentimiento, y fijarle a la razón los horizontes de luz, hacia los cuales se dirige en pos del bien, que es la idea más exacta que el hombre tiene de lo eterno y de lo divino”. Y llega a la esencia de ese ideal franciscano practicado por el Maestro Rafael cuando puntualiza que “hay que establecer la diferencia necesaria entre la virtud de enseñar, y el deber de enseñar”.

Captando muy bien el espíritu franciscano Arnau subraya que “la enseñanza que se paga, pierde su virtud, como pierde la virtud todo aquello que se compra y encarna en el mercado social”. Para él: “La gran virtud de Jesús consiste simplemente, en que nada pidió a los hombres por enseñarles el código divino de la moral”. Esto fue lo que según él ilumina ese cumplimiento en el Venerable: Pues “el negro Maestro Rafael Cordero, nada pidió por lo mucho que enseñó en los días de su honrosa existencia. La inteligencia del Maestro Rafael era un arca abierta para todos los que necesitaban de su saber. Y de esta suerte, el Maestro Rafael poseyó la virtud difícil entre los hombres; la virtud que inmortalizó a Jesús: la virtud de enseñar”. Arnau Gravidez, J. M. “(1ª) Prima  Enseñar al que no sabe”, 20 de octubre de 1891.

Es lo que captó el joven Alejandro Tapia y Rivera, que este maestro se negaba a “fijar estipendio por su trabajo, admitiendo no sin resistencia donativos particulares que no fuesen los simplemente necesarios a ayudar a su subsistencia, pues de los pobres, solemnemente tales, o nada admitía o solo lo que buenamente llevaban. Puede decirse que había hecho y aún continúa haciendo a pesar de su avanzada edad, un sacerdocio de la enseñanza, obedeciendo sin duda a la poderosa vocación que le impulsa a difundir las pocas luces que logró alcanzar en lo atrasado de sus tiempos y en lo humilde de su clase”.

Hacer de la enseñanza un sacerdocio, y una enseñanza gratuita, es hacer resplandecer el Evangelio, mostrando toda su eficacia, toda la gratuidad divina, en fin, lo esencial del cristianismo: la gracia. Para lo cual se requería un desprendimiento radical. Ese desprendimiento radical lo supo escuchar el maestro Manuel Sergio Cuevas Banecer de labios del Venerable Rafael Cordero: “Yo no escribo nada en mi vida, porque no quiero recordar hoy el bien que hice ayer. Mis deseos son que la noche borre las obras meritorias del día”. Es la frase que ha descubierto la espiritualidad evangélica que el pobre de Asís hizo resplandecer a través de sus hijos: capuchinos y franciscanos y que cristalizó en aquel jovencito que había visto la imagen de San Antonio de Padua en la escuela de su padre y la que le inspiró dedicar toda su vida a los niños y por la que al cumplir los veinte años abrió una escuela para los pobres negros y mulatos y que luego sirvió también a blancos, siendo modelo de integración cultural. Un desprendimiento radical de sí para arraigarse todo él en el “Divino Maestro”, como llamaba al Salvador. Así se aunaban Jesús, Francisco de Asís y Antonio de Padua en el corazón de aquel joven que deseaba servir a Dios y al prójimo con el arma de la educación.

 

LEAVE A REPLY

Please enter your comment!
Please enter your name here